Escape Room VII


En los asientos mugrientos del coche de la policía espero sentada. Me han dejado sola, a pesar de que saben que estoy aterrada. Saben que no voy a escapar, los grilletes los llevo bien apretados. La parejita de uniforme azul se ha fundido en la oscuridad de la noche y apenas percibo cómo se adentran en la decrépita mansión, de la que hace un rato he escapado, construida en el centro de aquel lóbrego jardín. El perfecto escenario de miedo pensé en voz alta la primera vez que la vi. Todos se rieron de mí; “Eres una miedica”, me dijeron.
Aún retumban en mi mente sus burlescas carcajadas, ahora todas ellas silenciadas, ya no volverán a reírse más. Nunca fue idea mía apuntarnos a ese escape room de terror, no recuerdo bien quién de los seis lo reservó, pero tenía que ser una tarde para recordar,  y vaya si lo fue, dudo que jamás la pueda olvidar…
Aquel atardecer transcurrió entre enigmas y pruebas en varias salas tétricas típicas de la temática del juego. Sin embargo, la última habitación no era como las demás. Un silencio oscuro envolvía por completo la sala negra y carente de luz; los muebles eran de negro carbón, en las paredes se sucedía un patrón sospechoso de manchas marrones y  el suelo, cubierto de fino hollín, olía a muerte. En lugar de ventanas había planchas metálicas a conjunto con el resto de la decoración. Todos alababan con júbilo la gran calidad y realidad de la ambientación del juego, pero aquello para mí era una ratonera sin salida. Tan solo había un toque de vida en la habitación: un canasto de tomates maduros que había encima de una mesa, y otro de cerezas y manzanas rojas colgando de una de las repisas ennegrecidas. Rojo y negro, sangre y muerte, demasiado paranoico, más típico de una mente enferma que de un inocente juego de miedo.
Se nos terminaba el tiempo para conseguir salir del juego, nos quedaban diez minutos escasos y no éramos capaces de hallar la combinación secreta para el último puzle. Los nervios estaban a flor de piel dejando germinar el instinto animal y diabólico de los que no sabían perder. De las risas pasamos a las discusiones, de a las discusiones a los gritos, de los gritos al despotismo y de este último a los insultos en una décima de segundo mientras el tiempo transcurría sin que consiguiéramos resolver el enigma. Ya no quedaba ni rastro de nuestra amistad, pues se había evaporado con las esperanzas de salir de allí victoriosos. El odio brotaba por cada poro de nuestra piel, el juego había sacado lo peor de nosotros y se había convertido en nuestra pesadilla personal. Encerrados, juntos, la sed de salir se avivaba junto con nuestro anhelo de perdernos de vista para siempre.  Sin darnos cuenta los diez minutos se convirtieron en cuarenta. Habíamos perdido, pero nadie se preguntaba por qué no aparecía ninguno de los dueños del juego para dar la experiencia por terminada y sacarnos de allí.
Tras más de dos horas encerrados, agotados por el estrés y la ansiedad, nos quedamos en silencio al oír unos pasos que bajaban por la escalera que comunicaba a nuestra sala ennegrecida. Apareció ante nosotros un hombre joven, no llegaba a los treinta, bien vestido y atractivo, pero con una mirada extrañamente perversa:
—Habéis perdido, pandilla de inútiles —dijo el desconocido con voz de terciopelo ronca y una sonrisa burlona dibujada en su rostro—, sois tan imbéciles que no merecéis el aire que respiráis —alzó un extraña barra de madera que parecía una palanca para accionar algún tipo de artilugio.
Tomé un par de tomates del canasto y los lancé con fuerza contra su cara mientras corrí hacia él. Intenté quitarle la barra y forcejeamos. Con su mano libre me clavó en la muñeca un cristal roto que sacó de su bolsillo, y del dolor lo solté, pero con la otra mano le estampe un tomate maduro en los ojos y se lo restregué con fuerza hasta que soltó la barra y el hombre cayó al suelo intentado quitarse el escozor de la vista. Aproveché que estaba aturdido y lo rematé con una vigorosa patada en la entrepierna:
—¿Estás loca? —Dijeron mis examigos— ¿No ves que todo esto forma parte del juego? —Me recriminaron.
—¿Esto también? —Les mostré mi muñeca con un orificio por el que brotaba abundante sangre— No pienso quedarme a ver cómo termina todo esto, yo me largo, ¿alguien viene conmigo?
Nadie se movió. Todos preferían ver cómo terminaba el juego que habían pagado con tanta ilusión. Antes de que pudiera moverme, el desconocido accionó la palanca y el techo de la sala se abrió empapándolos a todos con un líquido transparente que apestaba a gasolina. Y sin dudarlo subí las escaleras hasta el segundo piso. Pasé por un montón de habitaciones vacías, todas con las puertas cerradas. En la desesperación, y completamente a oscuras, palpé y toqué todo lo que encontré: interruptores, cerraduras, palancas, etc., para destapar algún tipo de salida. A tientas descubrí, detrás de una cortina, una pequeña ventana que daba al jardín. Antes de saltar al exterior pude oír como mis compañeros chillaban de dolor y terror. Grandes llamas crepitaban en el sótano, donde estaban encerrados, y sus gritos no cesaban de penetrar mis oídos. No podía salvarles. Salté y corrí hacia la salvación tan rápido como pude.

Ahora, puedo ver cómo se acerca, con gran determinación, la parejita de uniforme azul tras su inspección a la mansión de la que he escapado. Nada más entrar en el coche me lanzan una frase heladora: “Está usted detenida por asesinato múltiple”. Uno de ellos recita mis derechos, pero no le escucho pues en mi mente solo oigo una vocecita repitiendo: “No puede ser, no puede ser, no puede ser…”.

Meses más tarde, en mi juicio, el último y decisivo, han demostrado que mis huellas estaban por toda la mansión en la que se realizaba el escape room. No había indicios de ningún individuo  como el hombre que yo describí de sonrisa burlona y voz de terciopelo ronca.  Es más, han demostrado que no era el primer grupo de personas que moría abrasado en esa sala, por eso tenía ese sospechoso olor. Los científicos han recolectado más de sesenta tipos de ADN diferentes carbonizados, sus partículas estaban por el suelo, las paredes, los muebles y también en mis pulmones. Y todas las pruebas me señalan a mí, a falta de otro culpable.
Me condenan a prisión permanente revisable por asesinatos múltiples masivos. Me derrumbo. Había escapado de la muerte, sin embargo, iba a morir probablemente en una cárcel, en una sala encerrada, sin posibilidad de escapar, un escape room sin final. Con los grilletes apretando mis muñecas y mis lágrimas desbordándose por intentar asumir mi desgracia, noto la mano de un policía, que no había advertido detrás de mí, que tira de mi pelo con tal fuerza hacia atrás que casi me desnuca, acerca su rostro sin que pueda verle, y en mi oído susurra con voz ronca de terciopelo: “No te hagas la víctima, tú y yo sabemos que eres culpable. No intentaste salvar a ninguno de tus amigos, todos murieron abrasados por tu culpa, en el fondo sabes que se lo merecían. Cuando escapaste creí que me habías vencido, sin embargo, has logrado que mi juego se convierta en la hazaña más perfecta que jamás haya planificado. Gracias a mi uniforme, y  a tus huellas por toda la mansión, fue fácil encontrar pruebas que solamente te incriminaran a ti. Ahora ya no te necesito, pues me has dado ideas para montar el siguiente juego, el número ocho. Gracias, zorra. Nos veremos en el infierno, donde tú también arderás”.


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