El ladrón de regalos (Un cuento de Navidad en 1.000 palabras)
Acosté a Teo, mi
hermano menor con quien me llevaba dos años. Desde que aprendió a hablar me
preguntaba cuándo vendría Papá Noel. Con
escasos seis años el pobre aún no había visto un regalo en casa. Nuestra madre
se fue cuando él era tan solo un bebé, y nuestro padre amaba más el alcohol que
a nuestra pobre y triste existencia.
Cansado de oír cada invierno de los
labios Teo la misma pregunta, tracé un plan y le prometí que, si se dormía
antes de que la luna alumbrara nuestra vieja y destartalada caravana, esa noche
vendría el rojo y barbudo gordinflón a traerle un presente. Mi plan no podía
fallar, no debía fallar, esa noche no, estaba decidido.
Tras dormirse, salí por la imaginaria
puerta, dejando atrás a quien decía ser nuestro padre roncando en una butaca
con una botella vacía de vodka entre sus sebosas piernas. Me escabullí por
debajo de la verja del jardín de nuestros vecinos, y admiré de cerca por
primera vez la gran casa en la que vivían. En la completa oscuridad me sorprendió
el enorme San Bernardo que la guardaba, pero yo, un crío de tan solo ocho años,
para él no era ninguna amenaza y en lugar de gruñirme me dio la bienvenida a grandes y húmedos lametazos. En
ese momento, me juré a mí mismo que algún día tendría un perro como aquel, lo
supe desde el instante en que le vi.
Sabía perfectamente que la casa tenía
una entrada exterior a la cocina, con una pequeña, por decirlo de alguna
manera, puerta para el grandioso perro por la cual mi escuálido cuerpo se
deslizó con facilidad. Al llegar al salón quedé estupefacto y maravillado. Había
entrado en un mundo mágico, repleto de luces de colores centellantes por
doquier que brillaban como una noche estrellada de verano, un árbol iluminado
acurrucaba infinidad de cajas envueltas en papeles de los más dispares colores
brillantes. Lazos, espumillones, bolas, figuritas… se reflejaban todos en mis
opacas retinas, y una lágrima resbaló por mi mejilla. Eso era la Navidad. La
había odiado tanto toda mi vida…, qué ignorante había sido hasta entonces. Su
magia me cautivó y sedujo de tal manera que me olvidé del plan principal,
podría haberme abstraído una vida entera
mirando toda esa belleza, hasta que oí un ruido en el piso superior.
Rápidamente, de entre todos los regalos, en los que había escrito “Juan” el nombre
del hijo de seis años de nuestros vecinos, tomé el más pequeño pensando así que
ese no lo echarían en falta.
Antes de dejarlo debajo de nuestra cama
en la caravana estuve observándolo un buen rato, su dorado papel con estrellas
plateadas y su lazo verde chispeante. Mi imaginación voló intentado adivinar
qué contenía su interior. Al día
siguiente salí de dudas, Teo sonreía como jamás lo había visto sonreír mientras
intentaba abrir el regalo sin destrozar su precioso envoltorio. De su interior
apareció un adorable conejo de peluche, de largas orejas y un pelaje tan suave
que nos pasamos horas rozando nuestras mejillas contra él, en su pecho había
bordada una frase “Te quiero”. Desde ese día pasamos a ser tres en nuestra
cama, nosotros dos y nuestro único amigo fiel, el conejo, nuestro tesoro.
Como el plan había salido bien, lo
repetí al año siguiente, y al otro, hasta que el cuarto año una figura
masculina me descubrió:
—¿Por qué te llevas siempre el regalo más pequeño en lugar del más
grande? —me preguntó con seriedad aquel señor.
—Porque creo
que se nota menos y es más difícil percatarse de su desaparición —dije
totalmente avergonzado.
—Te conozco,
vives en la caravana, ¿verdad? ¿El regalo es para ti? —quiso saber.
—No, para mi
hermano, sueña todo el año con los regalos de Papá Noel.
—Y tú, ¿con
qué sueñas?
—Lo que yo
deseo nadie me lo puede regalar —hice una pausa, pues nadie jamás me había
preguntado algo así, ni siquiera yo mismo—. Quiero un perro como el vuestro, en
una casa como la vuestra, con una familia como la vuestra.
El hombre sonrió
y se agachó al lado del árbol de Navidad, tomó entre sus manos la caja más
grande que había, y me lo entregó.
—Llévatelo,
este y todos los que quieras. Mi hijo Juan murió la Nochevieja de hace tres
años. Te descubrí la primera vez que te escabulliste con el regalo del
conejito, pero no te dije nada, era tan solo un peluche. Después de la muerte
de mi niño, y tras abandonarme mi mujer por no soportar la idea de su perdida, recordé
que había un par de niños que necesitaban seguir creyendo en la magia de la Navidad,
y seguí dejando regalos en el árbol solo para vosotros, sabía que volverías —me
guiñó un ojo—. Me llamo Joel, y ¿tú?
—Mateo,
señor —dije con timidez al saber que ese hombre siempre supo que le estaba
robando, y nunca me había dicho nada.
—Te
preguntarás por qué he decidido presentarme hoy, y la razón es porque he
decidido ayudaros, a ti y a tu hermano, a tener una vida mejor. Tengo dinero y
nadie con quien compartirlo. Quiero que estudiéis y tengáis una oportunidad en
la vida para que no acabéis como vuestro padre.
En un
principio no acepté su ayuda, era demasiado generoso, y me daba miedo. Pero un
par de meses después, cuando la policía se llevó a nuestro padre a prisión por
el robo de varios objetos para costearse su adicción, no tuve más remedio que
llamar a la puerta de Joel.
Se encargó
de todos nuestros gastos hasta que fuimos adultos. Mi hermano encontró trabajo
de ingeniero aeronáutico en Australia, y yo como científico de biología marina
en Noruega. Sin embargo, era incapaz de dejar solo a Joel, pues yo cada Navidad
la pasaba con aquella alma solitaria. Hasta que, sin saberlo, llegó nuestra
última noche juntos. Habíamos cenado y, frente a la lumbre de la chimenea,
intentábamos arreglar el mundo, como siempre solíamos hacer, cuando Joel me dijo:
—Sube a la
habitación de mi hijo y llévate lo que más te guste, quiero que lo tengas tú, has
sido como un hijo para mí, y ese será mi regalo de esta Navidad.
La
habitación del difunto pequeño estaba intacta, pero más que una habitación infantil
parecía un museo. Centenares de estanterías llenas de todo tipo de juguetes
forraban las paredes. Durante años Joel había seguido comprando juguetes para
un hijo que ya no tenía. Pero a mi edad, con treinta años, ya no me interesaba
ese tipo de objetos ¿Cuál debía escoger? De repente, detrás de mí, oí un
extraño gemido, y al darme la vuelta vi a un cachorro de San Bernardo acostado
en la cama y observándome con curiosidad. Las lágrimas nublaron mi vista…,
hasta ese momento no sabía qué era la felicidad, y aquel pequeño, tan solo con
su mirada, me la había regalado por Navidad. Con el cachorro en brazos fui a
darle las gracias a Joel, pero este, sentado aún en el sofá y con una sonrisa
bondadosa en el rostro, había dejado de respirar.
Sin que yo
lo deseara, me hizo heredero de toda su fortuna, sabiendo que haría un bueno
uso de ella. Entregué cientos de miles de euros a todos los orfanatos que
constaban en mi país. Y me aseguré de que cada niño que vivía en una situación
de precariedad recibiera cada Navidad un
par de regalos, con una nota en todos ellos que ponía: “Con amor, de Papá
Joel”.
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