Alguien escupió en mi sopa (Finalista del VII Concurso de relatos breves del Ayuntamiento de Cornellá de Llobregat)
Me queda un regusto
amargo en la boca cada vez que le digo que la quiero. Pero necesita oírlo, y yo
no puedo dejar de mentir a esta pobre enfermera de mirada ya agotada,
desamparada y anclada en el olvido, cuando me llama a diario papá. No seré yo
quien le diga que jamás he tenido una hija. Insiste en llevarme a todas partes
en una silla de ruedas y me trata como a un viejo inválido. Inválido dejó la
guerra a mi mejor amigo, ¿cómo se llamaba? Intento recordar su nombre cuando la
triste enfermera me coloca frente a una mesa rodeada de viejos aburridos, cada
uno con una locura diferente:
—Vamos, papá, es hora de
cenar.
—No tengo hambre, ya te
lo he dicho antes.
—Bueno, pero tienes que
comer algo para estar fuerte.
Se retira y me abandona,
me deja solo entre aquellas personas que no conozco de nada. Los observo
detenidamente, pues no tengo nada más
que hacer. Uno de ellos se ha dormido y su cabeza cuelga hacia adelante a
merced de su respiración, otro lleva puesta su mejor ropa; una camisa blanca,
chaleco carmesí y corbata a juego, y no para de sonreír, contrasta con el que
está a su lado que tan solo lleva puesto un pijama a cuadros y el batín azul
marino por encima, tiene la mirada al infinito y huele sospechosamente mal, concretamente
a mierda, y no sonríe. Por último, justo a mi lado, hay un tipo que parece el
más normal de todos, tiene una gran cicatriz a un lado de la cara y le falta
una oreja, deduzco que puede ser un camarada:
—¿De la quinta del
biberón?—le pregunto con ansias de entablar una conversación— Yo estuve en la
batalla del Ebro, con solo quince años me reclutaron, sin casco, sin gorro, sin
cinta para el fusil, sin instrucción alguna. Fue un matadero, éramos niños y
nos mandaron a una muerte segura. Vi cosas horribles, sin embargo, yo tuve
mucha suerte, tan solo me alcanzó una bala en la pierna, nada serio —me quedo
callado, esperando una respuesta o algún tipo de reacción.
—No, yo no estuve en el
Ebro. Me escapé, junto con mi madre y mi hermana, a Francia. Refugiados allí
durante un año, y una vez terminada la guerra civil española, tomamos el convoy
927 —me mira fijamente—, que inocentemente creíamos que nos llevaría, a
nosotros y otros cientos de españoles exiliados, a la zona francesa no ocupada
por los nazis. Cuatro días más tarde llegamos a Mauthausen, no sabíamos dónde
estábamos, pero rápidamente aprendimos qué era un campo de concentración. De
las cuatrocientas setenta personas del convoy que entramos en el campo de
concentración de Mauthausen solo sobrevivimos sesenta y una. Nada más llegar,
el director del campo, Frank Ziereis, nos dijo que ninguno de nosotros iba a
salir por la puerta, que solo saldríamos
por la chimenea del crematorio. Aún recuerdo los llantos histéricos de mi
hermana y mi madre. Ellas no salieron por la puerta. Puedo decir, como tú, que tuve mucha suerte.
Las cicatrices son de las torturas a las que me sometieron, por el mero placer
de castigarme. Jamás me hicieron ningún tipo de pregunta.
Intento seguir con la
conversación con este nuevo amigo tan interesante que acabo de conocer cuando
aparece de nuevo aquella enfermera pesada y nos coloca un plato hondo lleno de
un líquido verde asqueroso:
—¿Qué es esto? —le
pregunto indignado.
—Esto es sopa de guisantes
con patata y coliflor. Tiene muchas vitaminas.
—Pues no pienso
comérmelo. Tiene peor aspecto que el rancho que nos daban en las trincheras —y
recuerdo, justo en ese momento, como varios de mis compañeros escupían en la
sopa que preparábamos para el resto de soldados antes de acostarnos entre los
matorrales y los silbidos de algunas balas perdidas que volaban por encima de
nuestras cabezas. Remuevo la sopa de guisantes con la cuchara— ¡Enfermera! —Grito
enfadado— Alguien escupió en mi sopa, y no pienso comérmela, ¿os habéis creído
que soy estúpido?
—Vamos, vamos,
tranquilízate papá. Nadie ha escupido en la sopa, ¿cómo se te ocurre tal cosa?
Se acerca a mí, se sienta
a mi lado, e intenta darme de comer ella misma. Se oye una voz femenina que la
llama:
—Alba, deja a tu padre y
ven aquí, la Sra. Márquez se ha caído y te necesitamos.
Alba, ese nombre retumba
en mi cabeza. Y aparece la imagen de una niña con un vestido verde y dos
trenzas que le llegan a la cintura rematadas ambas con lacitos azules. Alba, la
chica que lo saca a bailar en la feria de verano ante la mirada atónita y
escandalizada de todos los vecinos. Alba, la mujer de ojos negros que le besa
la boca con pasión y a escondidas en la última fila del cine del pueblo. Alba
de blanco, acercándose al altar. Alba, Alba, Alba,…:
—No pienso comer, voy a esperar
a Alba, mi mujer, no tardará en llegar. Ya debería estar aquí —cierro la boca
justo cuando la enfermera iba a meterme una cucharada de sopa en ella. El
asqueroso líquido se derrama y cae, manchándome la camisa—. Pero, ¿qué haces?
—la regaño con dureza, siempre es muy patosa y debe aprender.
—Lo siento, papá, no
pensaba que ibas a cerrar la boca,… —saca un pañuelo limpio de su bolsillo—
Mamá,… —se corrige—, Alba no bajará a cenar, está… —lo piensa un rato—, tiene
dolor de cabeza y ha dicho que hoy se quedaría en la habitación a descansar —se
acerca más a mí para quitarme las manchas verdes que se filtran rápidamente por
el entramado del tejido.
La miro fijamente,
enfadado y cansado, hago ademan de rechazar su ayuda cuando nuestras miradas se
cruzan. La enfermera está tan cerca de mí que puedo ver con detalle su pálido
rostro. Me fijo con curiosidad en un detalle, en el color azul de sus ojos hay
una franja gruesa marrón en uno de ellos que cruza el iris de arriba abajo. Y
en mi mente rebota esa imagen extrañamente familiar. Veo a un bebé sonriendo en
mis brazos. Veo a una frágil niña mirándome con devoción mientras toco el
violín. A una chica que me llena de besos por haberle regalado un radiocasete portátil.
A una mujer que llora desconsolada y me abraza con fuerza en la puerta de
embarque del aeropuerto antes de salir a estudiar al extranjero y me dice al
oído que me echará de menos, porque solo me tiene a mí. Y de mi boca sale algo
inesperado y hasta entonces olvidado:
—Alba, ¿hija, mía? —Coloco mi mano en su mejilla y siento como su
cuerpo empieza a temblar—. Amor mío, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras?
—Papá… —intenta tragar
saliva—, no sabes cuánto te he echado de menos. Me siento tan sola.
—No te preocupes mi niña,
ya estoy aquí contigo, y te quiero más que nada en el mundo, no estés tan
triste, —la abrazo con todas mis fuerzas— ya ha pasado todo. Ahora nos iremos a
casa y todo volverá a ser como antes.
—¿Antes? ¿De qué? ¿De
venir a la residencia? Pero no puedo irme, yo trabajo aquí papá.
—Claro, claro,… —veo como
las manchas verdes se han filtrado por completo en mi camisa.
Me da pena esta enfermera, siempre tan triste y desamparada. No sé cómo decirle que me han
llamado para irme a la guerra mañana. Sin embargo, no quiero dejarla sola en este sitio tan
repugnante. Por ella he decidido no
irme mañana de aquí. Me iré cuando mamá venga a buscarme.
Noemí
Boixader
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