Arena

 


 

No recuerdo mucho el inicio del final. Tan solo recuerdo que un día nos despertó el ruido del oleaje, a pesar de vivir en un cuarto piso a más de treinta quilómetros del mar. Al asomarnos al balcón, la arena había cubierto los pisos de debajo y estaba a la altura del nuestro. Miramos estupefactos el nuevo paisaje. Un suave oleaje rojizo se acercaba amenazante y rápidamente, por un lado, a pocos metros de nuestro edificio, y por el otro lado, estaba el resto de la calle en la que tan solo se podía atisbar las puntas de los edificios más altos, el resto habían desaparecido bajo la arena. 

La desolación de la nada nos estaba engullendo a pasos agigantados, sin que tuviéramos tiempo a pensar o a preguntarnos qué pasaba.

Alarmados por la fatídica visión, saltamos mi mujer y yo, sin pensarlo dos veces, la poca distancia que nos separaba del balcón a la arena con lo poco que llevábamos puesto, cargando yo con su hija Olivia de seis años y ella con nuestro perro Plutón. 

En la calle había pocas personas y, estupefactas, observaban cómo el resto de los edificios, que aún eran visibles, empezaban a ser tragados por la arena atrapando dentro a miles de familias. Con un fuerte rugido bajo nuestros pies arrancamos todos a correr. La suave marea avanzaba aún más rápido hacia nosotros, y afloró el instinto más básico, el de sobrevivir a aquella catástrofe intentado escapar a cualquier precio. 

Recuerdo que nos sobrevolaron varios helicópteros sin prestarnos ningún tipo de ayuda, pero soy incapaz de recordar por qué no pude salvar a mi esposa cuando se le hundieron los tobillos en la arena mientras el fino oleaje la ahogaba bajo mis pies. Mi hijastra Olivia jamás me recriminó mi incompetencia. 

El único regalo que nos permitió ese fenómeno de la naturaleza era el agua que a menudo las nubes soltaban sobre nuestras atormentadas cabezas, una dulce tortura que solamente alargaba nuestro agónico final. Plutón pasó deprisa a formar parte de nuestros recuerdos en el momento en que no fuimos capaces de encontrar nada con qué alimentarnos. Y Olivia…. Mi pobre niña…, su cuerpecito no estaba preparado para una situación tan dura y difícil. Sin apenas ropa, ni sustento, ni ningún tipo de medicamento, sus ganas de vivir aguantaron hasta poco después de despedirnos de Plutón. 

Una caja vieja de madera, con mis últimas pertenencias, se convirtió en mi única familia en aquel desierto húmedo de venganza, cuyo peso me acostumbré a arrastrar con una cuerda mientras seguía buscando y luchando por encontrar algún lugar que albergara un final un poco prometedor. 

La arena asesina engullía a cualquiera que mostrara algo de debilidad, mientras dejaba en pie a los pocos que nos atrevíamos a plantarle cara para que nos ahogara sin piedad una marea cobriza que remataba lo poco que quedaba de vida. 

Huyendo de lo inevitable conocí a una recelosa mujer, antaño demasiado engreída, que soñaba con la remota idea de una posible repoblación de la tierra. 

—¿Qué llevas en esa vieja caja? —quiso saber una noche, de tantas, que no conseguíamos conciliar el sueño

—Lo único que me queda como humano. 

—Aún no es tarde. Juntos podemos sobrevivir y luchar contra la extinción humana. Tú y yo somos los únicos que podemos salvar la especie, ¿no lo ves? Cuanto antes empecemos, antes podremos contar con ayuda para recuperar el mundo. Los hijos de nuestros hijos tal vez tengan una oportunidad. 

—¡Cállate! —le contesté iracundo—. En todo este tiempo, casi dos años ya, ¿has visto que haya algo en este mundo por lo que debamos luchar o sobrevivir? ¿Cómo crees que viviría nuestra descendencia si nosotros mismos nos morimos de hambre? ¿Quieres dar una vida de desesperación, sufrimiento e inanición a tus hijos? ¿Cuando tú has vivido felizmente la tuya? ¿Serías capaz de decirles a esas pobres criaturas que si sobreviven deberán sacrificar toda la vida por un planeta muerto? No. Esta es la hora. La hora de pasar página, de extinguirnos y dar paso a algo más, a la evolución del mundo con otras nuevas especies, con otros tiempos. Se terminó creer que la tierra es nuestra y que podemos manejarla a nuestro antojo. No podemos pretender ser egoístas y estar aquí toda la eternidad, porque esta ya ha dejado de existir tal y como la conocemos. Nos está echando para dar una oportunidad a algo que aún está por nacer, una oportunidad a otra especie para vivir. Porque, como todo en este mundo, nuestro tiempo era finito, y nos ha llegado el fin. 

La mujer sin nombre no replicó. Su silencio confirmaba una teoría que no se tenía que ser muy listo para reconocer las escasas posibilidades que teníamos de salir vivos de esa situación. 

Arena y más arena. Y más allá de la arena, había más arena. Ni árboles, ni pájaros, ni peces… nada. Una visión impotente del final de, no solo una especie, sino de miles de ellas…, todo había perecido bajo aquella mortal arena. Solo quedaba que la cúspide dominante de la pirámide, el humano, se derribara. No era cuestión de años, ni de meses, sino de simples semanas, fugaces días, o incluso espontaneas horas.  

Abandoné a mi compañera porque no nos aportábamos nada imprescindible. Y seguí mi camino hacia el oeste, arrastrando siempre conmigo la caja de madera. Hasta llegar donde las olas rojizas volvían a dominar el horizonte, obligándome otra vez a retroceder, pues avanzaban más rápido de lo que había visto en otras zonas. 

Abrí la caja vieja de madera, y observé lo que había dentro: el collar de Plutón y el pequeño cuerpecito de Olivia, un montón de huesos sin carne ya, amontonados y mezclados entre ropa harapienta, cuando en mi mente oí su vocecita inocente:

—Papá, —que era como solía llamarme, aunque realmente ella no fuera de mi propia sangre— ¿y ahora a dónde iremos? 

—No lo sé, mi niña. Probaremos hacia el sur…  —respondí en voz alta sin que ella pudiera escucharme. Acaricié el pelo de su cabecita hueca de vida y de cualquier rastro de humanidad, para seguidamente emprender el camino a ninguna parte. 

Pero tristemente descubrí que el sur también estaba dominado por el agua, cuyas olas también iban cubriendo la arena con la única finalidad de esconder todo el planeta tierra. Se podía intuir fácilmente que llegaría un punto en que toda la superficie sería solamente arena cubierta de agua. 

Volví sobre mis aleatorios pasos para seguir ahora hacia el norte, sin un rumbo fijo. Pero no llegué muy lejos. Me detuve inconscientemente. Me había dado cuenta de que había llegado el momento de dejar de luchar y renunciar a cualquier esperanza, pues no había ningún motivo que alimentara las promesas de un próspero futuro. 

¿Pero qué era una persona sin esperanza? Nada. Una simple extensión infinita de arena inerte, la misma que me rodeaba hasta donde alcanzaba mi vista. Me senté exhausto y sumiso. Abracé la caja de madera y lloré lágrimas de impotencia que no poseía. 

Nuestra última lección de vida: aprender a decir adiós y dejar de escapar de lo inevitable, desprendernos de nuestro instinto de supervivencia, que siempre era lo que nos alentaba a luchar. 

Pocos días después, un soplo de aire gélido revolvió dos anónimos granos de arena que, revoloteando entre el viento durante unos minutos, acabaron por mezclarse dócilmente entre la multitud ya extinguida, mientras un denso manto de agua nos cubría por completo. 

La tierra dejó de ser tierra. Pero el mundo no dejó de dar vueltas alrededor del sol. Y el universo siguió abriéndose. Y un millón de años más tarde, la vida volvió a ver la luz de un amanecer. Pero esta vez, no éramos nosotros, sino otros que merecían la oportunidad de vivir de cero en una tierra otra vez virgen que, al igual que hizo con nosotros, estaba dispuesta a cuidar de ellos hasta la saciedad. 


 

Comentarios

  1. Impresionante!!! Y quizás has dado con la solución para este planeta...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tal vez haya llegado el momento de que la tierra siga sin nosotros...
      Muchas gracias por comentar 💖😘

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares