Diez Hojas






Aquella mañana de Julio las calles de Vitoria, que durante siglos habían permanecido vestidas de tristeza y oscuridad por el hambre y la peste negra, se despertaron vestidas de blanco. Era la primera vez que las veía de ese color, jamás había visto la nieve, pensé que durante la noche había estado nevando, eso creía yo, aunque no lo entendía, pues en casa siempre me habían contado que la nieve sólo se dejaba ver en invierno. Mi hermano mayor fue quién rápidamente, y con su característica socarronería y habilidad única para hacerme sentir una niña tonta, me sacó de dudas:
— ¿Cómo va a ser nieve? No seas tonta ¿No ves que estamos en Julio? Debes de tener el cerebro de una pulga si crees realmente que ha nevado.
— No le hables así —me defendió amona—. Ella no ha visto aún un invierno nevado, no sabe lo que es.
Amona cuidaba de nosotros desde que ama murió tras intentar dar a luz a nuestro hermanito muerto y aita se fue un día para no volver. Ella se encargó de explicarme que algunos hombres sanos, más bien los pocos que quedaban, se habían encargado de desinfectar las calles con cal durante la noche. Se había descubierto recientemente en otras ciudades que con esta y otras medidas se había conseguido parar la pandemia.
La enfermedad llegó a nuestras tierras por los Pirineos, antes de que, según amona, nacieran los padres de sus padres. Se había convertido en una asidua visitante y, de la mano del hambre, vivía entre nuestras calles, se paseaba también por “La Herre”, la calle donde vivíamos, cerca de la muralla. Desde que tuve uso de razón jamás pude saber qué era vivir sin miedo.
A diario nuestros vecinos, amigos y familiares perecían, sin que pudiéramos hacer nada por ellos. Esa maldita se escabullía entre las paredes y penetraba en las casas, palacetes, iglesias, llevándose a cualquiera que quisiera hacerle frente.
Convencidos de que era un castigo de Dios, convivíamos con las ratas y sus pulgas, sin saber que eran la raíz de nuestro pesar.
Suerte tuvimos de nuestros vecinos, unos judíos convertidos al cristianismo tras la ley de expulsión de los mismos que dictaron los Reyes Católicos. Ellos no pasaban hambre, y una vez a la semana nos daban algo de carne por miedo a que los denunciáramos por ser “marranos”, pues sabíamos a ciencia cierta que seguían practicando su antigua fe a escondidas, pero jamás les habríamos entregado, eran amigos de nuestra familia desde hacía lustros y les arrendábamos la parcela que nos daba algo para comer tras pagar todos los impuestos. Así, de esta manera, resistiendo a morir de hambre, le dábamos más posibilidades a la peste de conquistar nuestros cuerpos algún día.
La ciudad empezaba a quedarse desierta, había perdido todo el esplendor que un día tuvo y se había convertido en una ratonera de pobres atrapados entre unos muros que antaño sirvieron para defendernos y darnos cobijo, y ahora eran un cárcel que marcaba el límite entre una muerte segura y un futuro incierto y lleno de dificultades fuera de la ciudad. No teníamos dinero para escapar a ninguna parte. Habíamos aprendido a vivir con resignación, esperando, rezando y deseando que la suerte tuviera piedad de nosotros. Atemorizados entre las garras de la Parca, esperábamos el día en que ésta decidiera apretarlas y estrujarnos para sacarnos lo poco que nos quedaba de dignidad.
Me atreví a salir y pasear por una Vitoria blanca, tal vez, con algo de luz y esperanza, a pesar de la desdicha, seguía siendo una ciudad hermosa por la que luchar. Las casas estaban siendo desinfectadas, sin embargo, la nuestra, iba a ser de las últimas.
Al final de la vieja calle Cuchillería, había en el suelo, entre dos casas destartaladas, un Eguzkilore, una flor del sol, tenía 12 hojas recortadas punzantes, amona me había enseñado a contar, sin embargo, no podría nombrar la cantidad de veces que me había contado la leyenda de aquella flor y recordé haber visto en su cuello unas manchas rojas y redondas. No era la primera vez que veía esas ronchas infectadas, sabía perfectamente qué significaba. Arranqué el Eguzkilore con la intención de colgarlo en la puerta de casa, pero en cuanto vi a amona con fiebre tumbada en la cama, lo coloqué al lado de su cabeza, para que toda la fuerza de protección de aquella flor se centrara solo en mi amona.
No tardamos en despedirnos de amona. Tuvimos que enterrarla lejos de la ciudad, como medida de seguridad, no quisimos quemarla como querían obligarnos a hacer.
Antes de taparla con tierra seca y árida, coloqué la flor entre su pecho y sus manos, pero con tan mala suerte que al sacarla de mi bolsillo dos hojas, de las doce que tenía, se partieron. Y allí, cerca de ella, recordé un momento en que estuve a su lado, varios días antes de fallecer:
— ¿Qué voy a hacer ahora sin ti? ¿Quién va a cuidar de nosotros? Todo lo que tenemos te lo debemos a ti. No te vayas. Tengo mucho miedo, amona.
— Mi niña —acariciaste con dulzura mi rostro—. Eres muy joven, pero tú vas a salvar este reino. Sigue adelante, tú eres nuestro futuro, nuestra esperanza para que no caigamos en el olvido. Lucha, por ti, por nosotros, por quienes se han quedado atrás y logra que nos sintamos orgullosos de una tierra que resurge de entre las cenizas con más fuerza e ímpetu que antaño. Crea un lugar donde el miedo no tenga cabida, en una tierra digna de admirar por su más grande riqueza, su coraje.
Volvíamos a casa, las lágrimas seguían nublándome la vista cuando, allí en el portal, vi, resplandeciente como el sol, el Eguzkilore de diez hojas de amona colgando de nuestra puerta blanqueada de cal. Nos miraba henchido de orgullo y osadía. Y supe, en ese momento, que nada ni nadie jamás podría traspasar aquel umbral para hacernos daño alguno. Allí, tras la puerta blanca, estaríamos a salvo.



Noemí Boixader

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