Dolores
Y en aquel piso, más bien en
aquella cárcel, había pasado un año más, un
montón de días clonados en los que una posible salida se alejaba a pasos
agigantados, cual enfermedad fuertemente arraigada, giraban enredados en una
oscura espiral sin fondo.
Tumbada en el frío suelo del baño, recobraba la
consciencia, estaba mareada, compungida y perdida. Ese día, un año más, era el
cumpleaños de Dolores, y el único regalo que había recibido era el de su hija
Esperanza, Espe como todos la llamaban, una cartulina donde había dibujado a
las dos en un paisaje soleado, envueltas de frondosos árboles, pájaros volando
y el océano de fondo, en un rincón había escrito “Mamá y yo, en el fin del
mundo”. Dolores recordó en ese momento por qué estaba magullada en el suelo y
corrió a la habitación de la niña para asegurarse de que estaba bien, de que él
no la había tocado mientras había estado inconsciente.
-
Espe,
¿estás bien, cariño? –dijo Dolores entrando en la habitación de la pequeña.
La niña salió corriendo
del armario donde estaba escondida y se echó llorando a los brazos de su madre al
ver, otra vez, su cara hinchada y
ensangrentada. Con tan sólo 6 años, Espe, era demasiado pequeña para entender
por qué su padre se comportaba de esa manera, pero era suficientemente mayor como para haber aprendido que aquello
que le sucedía a su madre no era normal, el amor no era insultar y pegar, ella
amaba a sus peluches, y nunca les arrancaría los pelos, ni les golpearía en los
ojos, ni les daría patadas, Espe los llenaba de abrazos, besos y palabras
bonitas, lo había aprendido de su madre. A su padre únicamente lo había visto,
y a menudo, sollozar pidiendo perdón a Dolores, prometiéndole que no volvería a
hacerle daño y que la quería, pero para Dolores esas palabras, que durante un
tiempo sí surgieron efecto, ahora estaban vacías, se las llevaba el viento tras
ser vomitadas por aquel desalmado. ¿Amor? Solamente había conocido un tipo de
amor, y era el de su niña.
Quedaban ya atrás cuando
eran jóvenes, las promesas olvidadas que le hacía de supuesto amor. Se sentía
tan estúpida por haberse dejado engatusar por aquella lengua viperina que era
incapaz de contárselo a nadie, se sentía avergonzada de sí misma por no haber
sido capaz de salir del pozo antes de caer en lo más profundo.
-
Mi
vida –dijo Dolores- No llores, mamá está bien, son sólo un par de rasguños. Voy
a lavarme la cara y verás como no es nada. –La besó en la frente dulcemente
para tranquilizarla.
-
Mamá
–le dijo la pequeña mirándola con los ojos hinchados de aflicción- Tengo una
idea, podríamos escaparnos.
-
Ya
me gustaría, mi niña. Y, ¿a dónde iríamos sin dinero?
-
A
casa del abuelo. Me dijo que fuéramos allí si volvía a pasarte esto. –Espe no
sabía ponerle nombre a lo sucedido.
-
¿Se
lo has contado al abuelo? –dijo horrorizada. Nunca creyó que su propio padre
pudiera apoyarla, siempre había sido muy exigente con ella, desde muy pequeña,
y nunca le había contado nada del maltrato por miedo a que le echara un sermón
de los suyos tratándola de tonta.
-
Sí,
y se puso muy triste cuando se lo conté. Me dijo que no quería perder a las dos
únicas mujeres que le quedaban en la vida –sonrió orgullosa.
-
Tal
vez sea una buena idea ¿Dónde está papá?
-
Se
ha ido, hace rato.
Dolores pensó que era una de las pocas oportunidades
que tendrían para escapar. Una vez estuvieran en casa del abuelo llamaría a la
policía y pondría una denuncia, tal y como le había aconsejado su vecina Amparo
que hiciera, pues era la única que lo sabía, las paredes del bloque estaban
hechas de papel y estaba al tanto de los gritos que se sucedían a menudo en
casa de Dolores. Amparo intentó denunciar al policía, pero le pidieron pruebas,
que ella no tenía, y por lo tanto nadie actuó.
Empezó a preparar un par de mochilas con la ropa
suficiente para unos días, el inhumano podría volver en cualquier momento,
tenía que darse prisa.
-
Espe,
sólo puedes llevarte dos peluches, escoge bien.
-
Me
llevaré a Osito polar y a Dra. Ardilla.
En ese momento el desalmado entro en la habitación,
había vuelto y no lo habían oído entrar. Vio a Dolores y a Espe preparando dos
mochilas con sus pertenencias.
-
¿A dónde se supone que vais? –les dijo-
-
Vamos
a pasar unos días a casa de mi padre –dijo Dolores- Ha tenido un bajón de
azúcar, está muy mayor y necesita que lo ayude –era la única mentira que había
podido improvisar.
-
¿Te
crees que soy imbécil? –se arrodilló a su lado y miró el ojo amoratado y
cerrado, por la hinchazón que Dolores cargaba en su rostro- ¿Esto te lo he
hecho yo? –Dolores no abrió la boca y se alejó un poco de él- Lo siento, no
quería hacerte tanto daño, pero es que a veces me pones de los nervios y haces
que me enfade contigo. –se acercó más a ella a lo que ella se alejó otra vez.
Todo él apestaba a alcohol y era repugnante su presencia. Con voz muy suave le
dijo- No vas a ir, ¿de acuerdo? Dime que no lo harás.
-
Mi
padre nos espera, me necesita. Sólo serán un par de días y después, volveremos
a casa.
-
¡No
vas a irte! –gritó a pleno pulmón.
-
Lo
siento, pero es demasiado tarde, ¡tú te lo has buscado! –soltó Dolores con
fuerza y valor, sin reconocerse a sí misma.
-
¡No
te atrevas a dejarme, zorra! No voy a permitir que me abandones ¡Eres mía!
¡Mía! –gritó iracundo con el índice levantado y los ojos henchidos de rabia.
-
Vámonos,
Espe –le indicó a la niña haciendo ademán de levantarse cuando en ese momento
el despiadado la abofeteó tan fuerte que la tumbó en el suelo. La agarró por el
cuello y apretó con intensidad.
-
No
vas a irte…, no vas a humillarme, ni te atrevas, zorra.
-
Espe…,
-pudo apenas articular su madre con la voz desgarrada- Vete…, Corre…, -no
quería que su hija presenciara aquella horrible escena.
La niña salió corriendo de la habitación mientras
oía a su madre agonizar, golpear y arañar a la bestia para que le soltara la
garganta.
Espe, se escondió en el balcón, sentada en un rincón
oía niños jugando y riendo en la calle. El perro de la vecina apareció risueño
entre los barrotes, con la lengua fuera, reclamando una de sus caricias. Pero
Espe no se movió, estaba, como siempre, paralizada por el miedo. Allí se quedó,
esperando a que su madre fuera a buscarla, como otras veces.
-
¡Aquí
estás! – oyó la voz ronca del asesino. La tomó por los brazos tan fuertemente
que a punto estuvo de partírselos.
-
Suéltame,
me haces daño –gritó la pequeña, y sin más dilación la lanzó al vacío, desde un
séptimo piso.
El sistema había fallado, otra vez. Unas horas más
tarde encontraron los cadáveres de Espe y de Dolores, y también el del asesino,
que tenía un profundo corte en el cuello producido por el cuchillo que tenía en
una mano, en la otra, con el puño apretado, tenía una nota en la que ponía: “Nadie
me las quitará, ahora estarán conmigo para siempre, serán eternamente mías”. Esa
velada cárcel fue para ellas su precoz sentencia de muerte.
Me atrapó.
ResponderEliminarEncantada de que te guste, gracias por tu opinión!
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