Tomo "X"







Las luces se encienden, una vez más, en el espectáculo de un nuevo día en un mundo en el que no estoy invitado, ni considerado. Ya no recuerdo qué es sentirse importante o útil para alguien. Una simple cucaracha despierta más expectación que mi miserable presencia. Meses, años, lustro o décadas, no podría decir cuánto tiempo llevo aquí  encajado, arrinconado y olvidado.
            Cada día cuento las personas que pasan frente a mí, ignorándome, sabiendo que hay algo en ese rincón que no es suficientemente interesante como para despertar su interés. Y sigo regocijándome en mi frustración, hora tras hora, esperando, no tengo nada más que hacer que esperar.
            Desde mi rincón oigo que toda mi desgracia se la debo a un tal “Sr.Internet”, según he oído, él es el dueño de cuánto nos rodea. Y yo entonces debo ser un desecho, como tantos, que se ha quedado atrás, pues dicen que eres un fracasado sin futuro si no estás conectado a las redes del mundo.
            Nunca me he creído muy interesante, pues no albergo sabiduría profunda ni me considero muy culto, sin embargo, sé que fui creado con un fin, el de despejar las dudas de todo aquel visitante que lo precise, pero nadie me necesita. La envidia me correo las entrañas al ver cómo mis compañeros son visitados con frecuencia, si pudiera, los quemaría a todos. No, mejor  dicho, si pudiera me prendería fuego a mí mismo para dejar de sufrir. No hay dolor más punzante que el ser ignorado por costumbre. Busco desesperadamente a mi alrededor una simple mirada fugaz que me devuelva algo de vida a mi ajada alma. Y nada. El vacío es mi único confidente y quién responde a los ecos de mis gritos en busca de ayuda.
            Sucio, polvoriento y triste me quedo esperando, en vano, a que ocurra un milagro, cuya fuerza alimenta mi esperanza al inicio de cada día para acabar transformarse en desesperación al extinguirse las luces del atardecer. Cada jornada es igual que la anterior, y vivo en una pesadilla que parece enroscarse en una espiral sin una conclusión.
            Pero, ¿quién creería que alguien como yo pudría pensar o sentir? Yo, el triste Tomo “X” de una vieja enciclopedia atesorada en la biblioteca más grande y antigua de la ciudad, de la que todo el mundo habla maravillas, la misma cuya belleza jamás he podido, ni podré, admirar, pues en este rincón pertenezco y aquí para siempre me quedaré. Es mi sitio. Es mi hogar.
            Podría enumerar y definir todas las características de utensilios, lugares, artes, creencias que existen en el mundo entero y  que albergo en mi interior pero jamás podré deleitarme con la música que pueda llegar a desprender un xilófono, ni podré ver el aleteo de una xenodacnis parina, ni visitar los guerreros de Xi’an ¿de qué me sirve saber? si no puedo vivir.
            El tiempo se acumula en forma de polvo entre mis página marchitas y amarillentas, algunas ya raídas y desprendidas del lomo por el desuso, que ironía, y mi alma se ensombrece y apaga como la tenue luz que entre por la ventana, cuando veo a una chica acercarse a nuestra estantería, como no, a los tomos más interesantes. Y con su delgado dedo índice repasa los lomos, uno a uno, desplazándose lentamente. Parece que busca algo en concreto. Está tan cerca que puedo percibir su dulce perfume. Se detiene frente a mí, me observa y sonríe. Siento como acaricia con delicadeza mi lomo de arriba abajo, creando en mi interior un torbellino de escalofríos que me recorren los recovecos más escondidos de mi ser.
            Lleva un pequeño colgante de oro en el cuello, en el que puedo leer claramente: “Xenia”, y en seguida deduzco que es su nombre, de origen griego, con un significado precioso: “hospitalidad” “solidaridad”, cuya técnica era usada por los antiguos romanos en sus mosaicos en forma de naturaleza muerta, designándolo como una ofrenda a los invitados en casa del anfitrión. No obstante, Xenia es, para mí, un regalo.
            Me cuesta creer que es mí a quien quiere y no a otro de los tomos que se alinean perfectamente bajo la estantería de diccionarios.
            Con ambas manos, y suavidad, me saca de mi agujero y me coloca en la mesa más cercana. Se sienta y con la palma de la mano espanta un par de telarañas revoltosas de mi portada. Me abre por el centro y sopla con atrevimiento  el polvo instalado entre mis hojas, e imagino mi grito de placer rebotando entre las paredes de la silenciosa biblioteca, alarmando al viejo guardián que la custodia.
            Xenia hojea y busca, mientras sus dedos flotan entre las letras. Y se detiene en una palabra, más bien, en un nombre: “Ximeno Planes, Rafael”, y exclama:
                ¡Por fin te he encontrado bisabuelo! Mi búsqueda tan solo acaba de empezar —Me cierra silenciosamente, y mirando a ambos lados, me mete disimuladamente en su mochila, y para acallar su culpabilidad de ladrona,  murmura a sí misma — Nadie echará en falta a este viejo tomo de enciclopedia y yo lo necesito más que nadie ahora.
Me reiría, y si pudiera  a carcajadas.

                       
           
           

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