Entes de viento

  No recuerdo muy bien cómo le conocí. El momento exacto, la frase con la que se presentó, ni si me estrechó la mano o me besó una mejilla, como tampoco recuerdo qué expresaba su mirada al verme por primera vez, algo que siempre me calaba… Nada. Y jamás conocí su verdadero nombre, tal vez porque nunca me hizo falta, tal vez porque realmente nunca he querido saberlo, tal vez porque tenía miedo de que toda esa magia que él hacía surgir de la nada se desvaneciera por completo o tal vez porque me aterrorizaba pensar que en cualquier momento podía desaparecer de mi vida. Yo solo le quería a él, no quien pudiera ser en el mundo real, solo él. No me hacía falta saber si estaba casado o si tenía hijos, de qué trabaja o qué estudios tenía, no me hacía falta saber si tenía aficiones o cual era su comida favorita. Nada. Porque nada de eso era imprescindible para conocerle. Ni tan solo su nombre. Pero sí que recuerdo el olor de sus abrazos, la forma de su pelo enroscado detrás de las orejas, el centellear de sus ojos al despedirse y su voz áspera, grave y jovial. Su forma de caminar, siempre algo encorvado, como si arrastrara siempre una melancolía perpetua. La expresión de su rostro cuando nos contaba algo, sus cejas moviéndose con las inquietas arrugas de su frente, siempre arriba y abajo, y su gran boca exagerando cada gesto para dar mucha más importancia a las palabras de la que en realidad tenían. Sus manos de dedos largos y afilados que tantas cosas decían. Y un lunar, a un lado de esa barbilla siempre mal rasurada. Estoy segura de que fuera de ahí, donde solía venir a vernos, tal vez era un hombre normal, quizás del montón, pero no lo era para mí. 

No recuerdo durante cuánto tiempo estuvo viniendo. Sin embargo, recuerdo perfectamente un día en concreto, porque permanecerá para siempre en mi memoria, y es el día en que Cora, la compañera de mi habitación y por aquel entonces mi mejor amiga, se fue para no volverla a ver jamás. Su pequeño cuerpo no pudo con la misma enfermedad con la que ambas estábamos lidiando. No obstante, aquel día, el más horrible de mi vida hasta entonces, no perdí solamente a Cora, también le perdí a él. No, no estaba enamorada de él, simplemente por dos razones: porque tenía cuarenta años más que yo y porque veía en él al padre que me habría gustado tener. Aunque jamás tuve el coraje de decírselo.

Tal vez no es justo decir que, de las dos, Cora era su favorita, porque no era tan tímida como yo y sabía seguirle todas las bromas. Sus mentes parecían hablarse cuando aparecía entre ellos el silencio. Sé que él también me quería, en cierta manera, pero entre ellos dos había una conexión que siempre envidié. 

El dolor de la perdida de Cora fue tan cruel para él que despareció al día siguiente de nuestras vidas, de todos nosotros que tanto necesitábamos de su sonrisa, que tanto añoramos mientras estuvimos allí, en cierta forma, recluidos. A pesar de eso, nunca pensé que él actuara de forma egoísta, yo era demasiado joven como para saber qué era tener prejuicios. 

Por suerte me recuperé y salí del hospital infantil, cosa que otros pocos no pudieron hacer y acabaron siguiendo el mismo camino de Cora. Construí mi propia vida como enfermera en el Bella Ventura por todo lo que allí habían hecho por mí cuando era pequeña. Y viví al margen de la ausencia de esas dos personas que aprendí a amar con tanta intensidad que era odioso tener que decir que solo pude conocerlos durante unos meses.

A veces existe alguien que con muy poco puede llenar mucho ¿Cómo se les llama a esas personas?  ¿Cómo puede ser que una persona con solo un pequeño y determinado periodo de tiempo pueda ser capaz de llenar toda una vida con su ausencia? Yo las llamo “entes de viento”, porque, aunque no puedas verlas, puedes sentirlas. Para mí, Cora y Pitito, eran mis entes de viento.

Él se presentaba siempre como Pito, pero todos nosotros le llamábamos Pitito para, en teoría, hacerle rabiar, pues Pito simulaba que se enfadaba y nos hacía cosquillas, solo a los que no llevábamos demasiados artilugios pegados al cuerpo, al resto simulaba que los devoraba a besos. Pito era “él”, el payaso con un gorro rojo de bufón y una nariz de goma que nos visitaba cada mañana en la planta infantil del hospital de Bella Ventura. Cuando oíamos los cascabeles de su gorro acercarse por el pasillo una sonrisa se dibujaba en nuestros rostros y todos los que podíamos saltábamos de la cama y lo esperábamos en la puerta, ansiosos por oír sus bromas y ver sus inéditos trucos de magia. Era un buen ilusionista, con mucha imaginación, casi tanta como nosotros. 

Una vez a la semana me tomaba por los brazos e intentaba levantarme del suelo, y siempre fingía que no podía, como si yo pesara varias toneladas. Me moría de risa al ver sus muecas exageradas de esfuerzo, para terminar siempre con la misma frase: “Has ganado peso, ¿verdad? Ya te dije que las medicinas funcionan y te estás curando”, y de pronto echaba a correr de forma muy torpe para que lo persiguiera, y se tropezaba cayéndose al suelo para que lo pillara en seguida sin darme tiempo a agotarme por el esfuerzo. 

En la entrada principal de la planta infantil había un gran arbusto de plástico, muy parecido a un árbol, y todos lo llamábamos el Árbol de los deseos, porque Pitito nos decía que, si colgábamos un papel, con nuestros deseos escritos, en una de las ramas, esa misma noche iría el duende del árbol y se llevaría todos los papeles para, con el tiempo, hacer todos nuestros sueños realidad. Los adultos cuando llegaban a nuestra planta creían que siempre celebrábamos algo, porque el Árbol de los deseos cada día estaba lleno de papales de colores y dibujos de lo que cada uno de nosotros deseábamos con fervor.

Desde la muerte de Cora, no volví a ver a Pitito, hasta muchos años después, cuando yo ya me había casado y estaba embarazada de mi hijo. Lo reconocí, en un supermercado al que yo no solía ir, por el pelo y su forma tan característica de andar. Sus ojos estaban oscurecidos, no había sonrisa, ni nariz roja, ni pintura en la cara, ni alegría, ni felicidad, ni esperanza. Nada. Tuve que llamarle varias veces por el único nombre que yo conocía, Pito y Pitito, hasta que se dio por aludido. Hablé con él una vez estuvimos fuera de la tienda. Me contó que Cora para él fue más que una simple niña en un hospital, para él fue como una hija. Se lamentaba haberse encariñado tanto con ella, pero que no pudo evitar sentir esa conexión que existía entre los dos. 

—Al día siguiente de la muerte de Cora —me contaba Pito aún muy afligido—, renuncié a seguir siendo payaso y decidí volver a mi antiguo trabajo de contable, por eso no me visteis más. Y no, antes de que me preguntes como todo el mundo, no quise tener hijos. Primero fue porque pensaba que había tantos niños enfermos que necesitaban cariño, risas, alegría, esperanza y creer en los sueños, que si hubiese tenido mis propios hijos jamás les habría podido dedicar todo ese tiempo a los demás. Y después, cuando dejé de ser payaso, no quise tener hijos por miedo a perderlos en algún momento, como pasó con Cora. No puedo echar de menos algo que no he tenido nunca, ¿verdad? 

—Cierto… —me dejó pensativa y miré mi vientre abultado por la nueva vida que estaba creciendo dentro—. Cora me confesó, antes de irse, que eras el padre que nunca había tenido, ¿lo sabías? —solté de pronto sin ser capaz de confesarle que yo también sentí lo mismo por él — Cora era la hija única de una madre soltera. 

—Sí, me lo contó su madre. Ahí radica toda mi impotencia por no poder salvarla. Ahí nace toda mi frustración por no poder hacer nada por ella. Porque tal vez creía demasiado en mí, o en lo que había entre nosotros. Pero a veces todo eso no es suficiente para retener a alguien con una enfermedad terminal. Y yo era incapaz de decirle que con tan solo siete años tenía que despedirse de toda una vida que habría podido tener por delante. Simplemente no pude despedirme de ella —suspiró con fuerza, como si quisiera liberarse, aunque sin éxito, de una pesada carga— Por cierto, el Árbol de los deseos era falso, os mentí. 

—Lo sé —esbocé media sonrisa.

—Y, ¿cómo lo descubriste? —se restregó la cara con ambas manos para, así, intentar sacarse de la cabeza dolorosos recuerdos. 

—Lo descubrí porque a partir del día en que te fuiste, el supuesto duende del Árbol de los deseos ya no se llevaba los papeles. Y cada día ese arbusto de plástico estaba más lleno de sueños. Hasta que un día los del hospital nos prohibieron colgar más papeles o dibujos. 

—Es una lástima. Nadie debería prohibir jamás que los niños tengan sueños y anhelos. Eso es justamente lo que los hace especiales. Esa inocente capacidad por no rendirse jamás ¿Cómo serán capaces de luchar si no se les deja nada por lo que soñar?

—En el Bella Ventura te necesitamos mucho en el pasado… pero ahora también. Sigue habiendo niños con muchas ganas de reír y salir adelante. 

—Para eso están los médicos, y también vosotras, que no puedo estar más orgulloso por todo lo que hacéis por ellos.

—Gracias, pero… —le sonreí con amabilidad—, tú les puedes dar un empujón adicional. Necesitan ser niños en un lugar donde solo hay adultos, medicamentos y enfermedad. Por mucho cariño que les demos ellos necesitan un Pitito —lo miré de reojo para ver si reaccionaba—. Vuelve, Pito, por favor. 

—Estoy jubilado… ya no soy el que era. Apenas llego hasta la vuelta de la esquina por culpa de la artrosis, y las manos me tiemblan. Ya no soy el Pito de antes.

—Pues puedes ser otro Pito, uno diferente. Piénsalo… pero no demasiado. El tiempo pasa… demasiado rápido si tengo que ser sincera. 

Nunca creí que se surgiera efecto esa sencilla conversación. Pero un par de semanas después volví a ver un gorro rojo de bufón por el Bella Ventura. Él solo venía por los pequeños, y dedicó todo su tiempo a ellos, que no fue mucho. En nuestra conversación se le olvidó comentarme que él también estaba enfermo. Y lo supe el día que, en el arbusto de plástico, aparte de papeles y dibujos, había también colgado un gorro rojo de bufón. En ese preciso instante no entendí el significado. Solo lo supe cuando fui a su entierro. 

Al día siguiente por la mañana, aparqué mi vergüenza y me maquillé para ir al hospital. Justo en la entrada de la planta infantil me coloqué el gorro rojo de bufón y la nariz roja, e hice sonar los cascabeles que colgaban de él por todo el pasillo. Cuando salieron todos los pequeños me mostraron caritas de decepción, asombro y también curiosidad. 

—¿Dónde está Pitito? —quiso saber el más atrevido. 

—Pito ha ido a visitar a Cora, a Rubén, a Ariadna… y a otros muchos niños. Pero yo soy su hija, Lapita, y me ha dicho Pito que aquí hay muchos niños que quieren aprender hacer magia.

—¡Sí! —contestó el más tímido entre el jolgorio de alegría de los demás— Pero ¿podemos llamarte Lapitita? —se echó a reír de forma muy traviesa. 

Sé que Pito quiso siempre más a Cora que a mí, pero no se lo reprocho, porque consiguió que le amara tanto que, en ese papel, que de pequeña colgaba a diario en el Árbol de los deseos, yo siempre escribía el mismo sueño: “Deseo perder la vergüenza y ser algún día como tú, Pito”. 



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