Gotas en el cristal
Recuerdo el día más feliz de
mi vida. El doctor nos sacó una foto para inmortalizarlo, a pesar de que hacía
escasos minutos nos comunicara que mi hijo, nuestro recién nacido, iba a ser
ciego, como su padre. Mi
hijo no sería como los demás, no vería el brillo del amanecer por las mañanas,
ni la luna llena en una noche estrellada, ni el notable cambio de estación en
los árboles, ni el mar embravecido en verano, pero no importaba. Yo me
encargaría de abrirle un hueco en el muro por el que vería mucho más. Mi hijo
sería mucho más que un simple hombre, él sería capaz de ver el tacto delicado
de la niebla tras una tormenta, vería el sonido del viento acurrucado bajo las
alas de un gorrión, vería el delicioso sabor de la música jugando en su paladar,
vería el olor de las hojas secas al caer en otoño y vería mis besos y caricias
llenas de orgullo y amor por un hijo que puede ver más allá de un muro de
frialdad creado en un mundo que permanece adormecido bajo los rayos cegadores
del sol. Unos días más tarde supimos que el doctor se había enterado, a través
de las redes sociales, de que su mujer le era infiel desde hacía años. No pudo
soportar la idea de que lo supiera todo el mundo excepto él y un buen día, se
lanzó a las vías del tren.
—Abuelo,
hoy papá me ha enseñado a diferenciar cuatro tipos de flores por su olor —dijo
mi nieta.
—Muy
bien, mi niña. Las flores tienen varios tipos de belleza. Sus colores y formas
son varios de sus encantos, pero el olor, para mí, es uno de los más
importantes —la senté en mi regazo— Dime, ¿cómo es hoy el atardecer?, por
favor.
—Nubes
de borrego flotan en un cielo forrado de terciopelo de melocotón maduro, y
todas observan como una gran naranja jugosa se va escondiendo donde termina el
manto del mar. Encima nuestro han aparecido ya algunas estrellas y brillan
solitarias como pendientes de cristal —se acurrucó, y abrazándome el cuello
dijo— Ahora tú, abuelo, dime cómo ves hoy el atardecer.
Levanto
la mano con los dedos extendidos:
—Los
rayos del sol ya no calientan, tan solo acarician tenuemente la piel, el olor
de las Gazanias del jardín se ha apagado, sus capullos se han cerrado. Un grupo
rezagado de golondrinas vuela con prisas hacia el sur, van tarde. El cesar del
barullo de la calle me permite apreciar el sonido del mar, ya no ruge, hoy tan
solo sisea. Esta noche no va a llover, ni mañana tampoco. Algunos murciélagos
aletean buscando bichejos atrevidos a los que comerse, y la vecina no ha salido
a correr ni a tomar algo con las amigas, tampoco está preparando la cena, debe
estar deprimida, otra vez, la muerte de su marido la persigue. La soledad puede
llegar a ser el peor enemigo de algunas personas, ¿sabes? La llamaremos para
que cene con nosotros una vez más.
—Abuelo,
¿qué es la muerte?
—Mi
niña, para entender la muerte, primero tienes que entender la vida, y la vida
es como una nube cargada de agua, y nosotros somos millones de gotas que suelta y caen al vacío. Todos
empezamos un viaje que no sabemos cuándo va a terminar. Algunas gotas chocan
contra la ventana de tu habitación, otras contra los árboles, otras contra las
flores que acabas de oler y otras contra el suelo, tarde o temprano todas
tienen el mismo final, la muerte, y todas se mezclan con millones de gotas más
y se pierden. No podemos controlar la longitud de nuestro viaje, pero sí
podemos decidir cómo gozarlo.
Marina
no atendía al debate abierto que había en clase, los garabatos geométricos que
dibujaba en su libreta le parecían mucho más interesantes y, su vez, la evadían
de su principal preocupación, cuando la profesora le llamó la atención
intentando introducirla en el grupo de conversación de esa tarde:
— Y
tú, ¿Marina?, ¿qué quieres ser de mayor? —le preguntó como al resto de alumnos
de aquella clase de primaria.
— ¿Yo?
De mayor quiero ser como mi abuelo. Quiero poder ver todo aquello que mis ojos
no me dejan sentir.
— Vaya
—contestó la profesora—, debe de ser un hombre muy sabio.
— Era
un hombre sabio —dijo Marina algo melancólica.
— Lo
siento, no sabía que hubiese fallecido, ¿qué le sucedió?
Marina,
suspiró, y en su mente evocó y reconstruyó las frases de aquel hombre que tanto
admiraba:
— Mi
abuelo era una gota de agua en una enorme nube gris, y un día muy triste saltó al
vacío junto a millones de gotas más. Mi abuelo estuvo muchos años descendiendo
hasta que un día, chocó contra el cristal de la ventana de mi habitación, y siguió
deslizándose a pesar de que se agarró con todas sus fuerzas al cristal
resbaladizo, hasta que un día no le quedaron fuerzas, no pudo más, y se soltó cayendo
al fin al suelo, mezclándose con los restos de millones de gotas más. Y allí se
perdió.
Sin
embargo, Marina no le contó a la profesora que, desde la muerte de su abuelo,
cada vez que llovía corría a su habitación y miraba a través de su ventana las
gotas de agua cayendo y resbalando por el cristal, no creía haber visto jamás
algo tan delicado.
Pero
ahora, muchos años más tarde, una Marina ya adulta intentaba, cada vez que
llovía, reconocer a su padre entre esas gotas, pues la enfermedad que lo
debilitaba y apagaba inexorablemente no parecía que tuviera intención de
liberarlo algún día de aquella cama de hospital donde, seguramente, antes muchas
otras gotas habían concluido su viaje. Y se preguntaba cuánto tiempo sería su
padre capaz de permanecer agarrado al cristal.
Noemí
Boixader Muñoz
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