Marga
Muy despacio y sin prisas, despierto en mi primer amanecer, y perezosamente
bostezo y me estiro buscando el calor,
la luz y el aire en una primavera donde todo es inédito para mí. Acurrucada,
aún medio adormilada entre mis hermanas, danzo de un lado al otro con cada
soplo de viento templado que roza ligeramente el prado. Nos movemos, todas
juntas, al mismo son de un baile improvisado, pero a su vez, totalmente
coordinado y perfecto.
El sol, con cada una de sus miradas, me acaricia los tímidos pétalos aún vacilantes
para que se decidan a abrirse por completo. Soy la más pequeña, de las últimas
en brotar, mis hermanas, mucho más altas que yo, no dejan que el brillo del
pleno día me alcance ni que las gotas de lluvia me bañen por igual. Y así, día
tras día, mi lucha por crecer se convierte en un esfuerzo extremo y agotador
para mi delgado y débil cuerpo con el que debo aguantar para no desfallecer. Y
cada atardecer cierro totalmente extenuada mis pétalos, y tiemblo al no poder saber
si volveré a ver un nuevo día. Debo asumirlo, jamás seré como ellas. Debo
aceptar que voy a quedarme siempre a la sombra, admirando a mis hermanas, unas magníficas
margaritas.
Una abeja nerviosa y atareada se posa en mí, se pasea y recoge polen mientras,
sin querer, me hace cosquillas por doquier. Me encanta, y no puedo parar de
reír. Mis hermanas creen que estoy loca, ellas odian ese tipo de “bichos”, como
suelen llamarlos, en cambio yo adoro que suban las hormigas por mi tallo, y que
las mariquitas se duerman en cualquiera de mis hojas buscando mi cobijo, pero
sobre todo, lo que más me gusta es que las mariposas aprovechen para estirar
sus preciosas alas cuando están encima de mí, creo que no hay nada más bonito,
es en ese momento cuando imagino que yo también soy alta y esbelta, que soy la margarita
más hermosa del prado, y me siento especial.
Todo cuanto me rodea parece tener una finalidad, un porqué, un sentido en
un mundo que desconozco por completo, pero por el cual no tengo ningún anhelo en
descubrir, pues con lo poco que tengo, en este diminuto espacio, soy feliz. Sé
que jamás podré volar lejos de aquí y conocer otras especies u otro tipo de tierras
donde vivir, sin embargo, esta tierra es la que me ha dado la vida y en ella
estoy orgullosa de permanecer. Amo cuanto veo, cuanto percibo y cuanto doy. Aunque
sea pequeña y viva a la sombra de mis hermanas sé que también estoy aquí con
fin, como todos los demás, tan solo tengo que descubrir cuál es.
Una mañana cualquiera, en mi rutinaria lucha por sobrevivir, me despierto
totalmente desolada al descubrir mis hermanas arrancadas salvajemente del
suelo, no puedo dejar de mirar sus tallos partidos, sus pétalos esparcidos, sus
rostros aplastados,… El horror me hiere la vista. No alcanzo ver a ninguna con
vida, nadie contesta a mis gritos ni a mis suplicas. Ya no tengo a mis hermanas
a mí alrededor, ahora solo hay muerte y crueldad. Desesperada intento
balancearme y ayudar a las que están más cerca, pero estoy tan débil que no
tengo suficiente fuerza ni para volver a levantarme a mí misma, y allí me quedo
tendida, esperando también mi final inminente.
Sin previo aviso, ni ruido alguno, cuando mi vida apenas es un soplo de
colibrí, una mano temblorosa, de arrugados y huesudos dedos, me recoge con
mucha delicadeza, como si supiera cuan débil soy. Me temo lo peor, me arrancará
como a las demás, pero en lugar de eso, recoge entre sus dedos todas mis raíces
y me coloca en uno de sus bolsillos sucios de su camisa. No puedo evitar echar
una ojeada a esa mujer, sucia, fea y con un olor muy especial a fruta y miel.
Con mucha paciencia me planta en una pequeña maceta llena de una tierra
rica y húmeda, en la que no tardo en adaptarme. Día tras día, me riega
ligeramente con agua fresca y me lleva de paseo a la luz del día en su carrito
lleno de trastos que no sé para qué sirven, incluso dudo que tampoco lo sepa
ella, pues nunca utiliza ninguno de ellos, excepto uno, que ella llama su
“pequeñín”, un viejo violín manchado y destartalado, cuyo arco está
deshilachado y con el que sus manos dejan de temblar para sacar las más bellas
melodías, creando juegos divinos de notas con los me regocijo cada crepúsculo entre
las caricias de sus manos e inspiro su olor característico a miel antes de
cerrar mis pétalos para dormir, y sueño,… sueño que bailo al son de la música
que me regala su violín, y que me alzo con ella y sus trastos para irnos muy
lejos de allí, hasta rozar las nubes y el sol, y volvemos a bajar, para seguir
con nuestros placenteros paseos diarios, con sus charlas y con sus atentas
caricias al caer el día.
Sus amigos no se explican cómo ha podido salvarme y conseguir que me
recupere en tan poco tiempo cuando me encontraba al borde de la muerte, pero ella
nunca les cuenta su secreto, su amor, en lugar de eso se limita a mirarme y
dice: “El secreto es que nos queremos mucho, y solo nos tenemos la una a la
otra, verdad ¿Marga?”, que es como siempre me llama. Sin embargo, sus
compañeros de calle me llaman “la flor que sonríe”, puesto que aseguran que se
puede apreciar en mi rostro una amplia y descarada sonrisa, no de burla, sino
de felicidad. Jamás me han dicho que soy bella, ni perfecta, ni esbelta, se
limitan a mirarme en silencio y tan solo logran articular palabra tras varios
segundos, cuando se dibuja en sus
rostros, hasta en los más desdeñosos, una gran sonrisa abierta, en la que me
muestran sus negros, o ausentes, dientes. Mi compañera, ahora ya mi hermana, me
muestra orgullosa en su carrito a todo aquel que pasa por la calle, pues me
dice que tengo el poder de contagiar mi dicha entre todos aquellos que se
atreven a mirarme, que soy capaz, sin hablar ni articular gesto alguno, de que
las personas se olviden de sus temores y problemas y de que, tan solo por un
instante, sean capaces de recordar el motivo por el que aman la vida, a pesar
de todas las dificultades que esta pueda acarrear.
A mi parecer, es mucho mejor que ser una bella flor, y me pregunto:
“¿Será esta la razón por la que existo? ¿Habré encontrado al fin mi cometido?”
Pero poco tiempo dura mi gloria. Unas semanas más tarde, mi hermana
desaparece. Despierto y no está, sin más. Pasan los días, y sigue sin aparecer
mientras vivo de la lluvia del otoño. Mi esperanza no decae, sé que no me
abandonará, jamás lo haría. Volverá, estoy segura.
De pronto, tras varias semanas, aparece una de sus amigas, tiene los ojos
rojos e hinchados y toda la cara mojada, aunque no ha llovido recientemente. Me
recoge en mi maceta y me lleva a un lugar extraño, con paredes llenas de flores
falsas, con muchas fotos de personas que son admiradas por otras muchas que
están tristes. Y detrás de aquellas paredes, muy apartado de allí, veo en el
suelo varios montículos de tierra recientemente removida. La amiga de mi
hermana me saca de la maceta, con mucha suavidad para no dañar mis raíces, y
las entierra en uno de esos montículos mientras solloza. En ese momento viene a
mí un olor dulce, de fruta y miel, puedo reconocerlo de inmediato, es el olor
de mi hermana, y percibo que está bajo mis pies. La amiga se santigua y se va.
Y allí me quedo yo, ahora, velando yo por mi hermana que me salvó. En pocos
días, y a pesar del mal tiempo, la he cubierto de pequeñas margaritas, llenando
no solo su cuerpo cubierto de tierra, sino el de todos los demás que han ido
viniendo en el transcurso de los días. Y en medio de todas yo, una gigantesca,
bella y esplendorosa margarita, con una sonrisa que cautiva a todo aquel que
deposita sus ojos en mí. Miro a mi
alrededor, todas mis hermanas dependen de mí, y veo que por fin he encontrado
mi cometido, mi objetivo en este mundo, y es el de dar sentido a otras muchas
margaritas que, como yo, creen que no llegaran nunca a ser una flor especial.
Me encanta esta historia .
ResponderEliminarMe alegro mucho. Es una historia para recordarnos que, de una forma u otra, siempre somos alguien muy especial...
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