Triángulo rosa



Antes de la entrada, en la cual se vislumbraba una inscripción que no podía leer debido a su miopía, había una cantidad incalculable de lápidas y todas ellas custodiadas por una cruz Cristiana y una estrella de David. Flores rojas y amarillas daban un toque de color por doquier, intentando en vano dar algo de vida al ambiente. No obstante, la muerte no residía en esas tumbas, sino en el interior de la pequeña fortaleza de Terezín. Débora estaba acongojada por el aire denso que allí se respiraba, ese lugar tenía un olor extraño que no sabía cómo definir, le costaba respirar, algo le oprimía el pecho, en cambio su marido Gregorio, mucho más tranquilo que ella, un tipo alto, fuerte y reservado, no parecía que le afectara nada lo que estaba a punto de presenciar.
Conforme se acercaban a la entrada, la inscripción cobraba nitidez y contraste, siendo al fin legible para Débora, cuya voz retumbó entre las paredes vacías al leer: "Arbeit Macht Frei". Un ligero escalofrío le recorrió la espalda paralizándola durante unos segundos, pero simplemente lo achacó al gélido viento que se levantaba a primeros de octubre y siguió andando. No eran conscientes de que sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre. Ambos jubilados traspasaron el umbral de sus propios desconocidos secretos. Llevaban meses gastando su tiempo libre en viajes por Europa, buscando ciudades o parajes en los que pudieran desentrañar retales de una historia que envolvía a sus antecesores. Su afán por aprender cosas nuevas estaba a la orden del día. Débora era hija de unos artistas polacos cuyas vidas fueron truncadas por el holocausto, y Gregorio había seguido el oficio de marinero de su humilde padre español, quién jamás le contó nada de su pasado por reconocer que era demasiado aburrido, por lo que Gregorio no tenía ningún tipo de interés en visitar un campo de concentración nazi, todo lo contrario que su mujer, quién sabía perfectamente que su madre había estado en aquél campo de concentración y fue una de las pocas afortunadas en sobrevivir.
—Esta visita va a ser rápida, ¿no? —dijo refunfuñando Gregorio.
—A ver, señor Gregorio Matamoros —que es cómo le llamaba Débora cuando se enfadaba o algo la había ofendido—, sabes muy bien por qué estamos aquí, por mi madre, en paz descanse —se santiguó—, y quiero saber en mi propia carne lo que sufrió esa pobre mujer y sus familiares, y nada mejor que venir al lugar de los hechos. O sea que ya puedes ir quitándote de la cabeza que vamos a ver este sitio rápidamente cuando requiere ser visto con detalle y con respeto a todos los que aquí perecieron —le propinó una suave colleja que el hombre no esperaba, y siguió andando totalmente erguida sabiendo que su marido la seguiría allá donde fuera.
Tan pronto habían alcanzado el patio principal Débora entró en una de las celdas del bloque A, era estrecha, larga, oscura y aterradora. Gregorio entró detrás de ella. Mientras el marido husmeaba paseando tranquilamente hasta el fondo de la estancia, observando las destartaladas literas y el espeluznante recoveco donde se hallaba el retrete, Débora salía sin previo aviso de la misma y tras ella se cerró la gran puerta de madera con gran estruendo, quedando toda la pequeña sala completamente a oscuras. Gregorio sonrió y suspiró: “Es una broma de Débora, seguro, para que comprenda cómo antaño vivieron y aguantaron muchas personas en este lugar”. Su sorpresa fue al descubrir que la puerta no se abría por mucho que tirara de ella y por mucha fuerza que usara en su empeño.
—¡Débora! —gritó—, ya lo he entendido, anda, abre la puerta, ¡no tiene gracia!
Pero no obtenía respuesta alguna del exterior. Insistió decenas de veces pero siempre con el mismo resultado. Nada. Silencio. En la oscuridad espesa e inquietante se encontraba Gregorio totalmente solo, o al menos eso creía. Desesperado y aterrado se volvió y miró la celda que unos minutos antes había comprobado que estaba vacía. El hedor a podredumbre, heces y enfermedad colmó sus fosas nasales hasta el punto de la náusea. Cuando su vista se adaptó a la negrura pudo contar decenas de estrellas blancas brillando de desesperación, angustia y miedo, unos ojos embalados en cuerpos esqueléticos que, apretados entre ellos, lo observaban con atención. Dos de ellos se acurrucaron a un lado de la litera más baja y lo invitaron a sentarse. Gregorio dudó un instante, todo eso tenía que ser un sueño, más bien una pesadilla, no obstante, al no estar seguro de lo que le estaba sucediendo aceptó la invitación, no tenía nada más que hacer sino esperar. Al dirigirse a su destino se fijó en la ropa que llevaba puesta, un andrajoso uniforme a rayas que apestaba y pegado al pecho un triángulo invertido de color rosa, Gregorio no sabía mucho de historia pero era capaz de reconocer el sistema de marcaje que tenían los nazis para distinguir a los homosexuales como él. Había descubierto que le gustaban los hombres cuando ya llevaba casado con Débora casi diez años, en realidad, lo descubrió mucho antes pero se negaba a admitirlo. Había tenido varias aventuras con hombres pero jamás le había contado nada a su mujer, eso la habría destrozado, y la quería demasiado como para hacerle daño.
Tras prácticamente un día entero en el que nadie cruzó una sola palabra, la puerta de madera se abrió para dar paso a dos soldados nazis histéricos que gritaban y los echaban a la fuerza al patio central. Fuera separaban los ancianos, prescindibles, del resto de reclusos. Entre los soldados había un joven alemán, no tenía edad para conducir pero sí parecía tener la suficiente como para matar, disparaba sin piedad a varios bebés que yacían en el suelo. Era un chico rubio, de buena planta, con rasgos de inocencia aún en su rostro y una característica especial, le faltaba una ceja y tenía una parte de la mejilla quemada, seguramente de haber luchado en el frente. Debía ser un héroe entre sus camaradas. El joven miró a Gregorio y este, al reconocerlo en el acto, se estremeció y su corazón dejó de palpitar por unos segundos, no tenía ninguna duda, conocía ese rostro perfectamente. El joven soldado lo ignoró y se preparó para matar al último bebé que yacía dormido en la arena y ante la brutal imagen Gregorio no lo dudó ni un segundo y se lanzó a la carrera para salvarle la vida. Los soldados más veteranos le dispararon sin compasión, Gregorio era un viejo del que ya tenían pensado prescindir y apretaron el gatillo rápidamente, sin titubear. El hombre cayó al suelo pero no sin antes cubrir al pequeño con su cuerpo para que no pudieran hacerle daño. El joven nazi quiso rematarlo pero no le quedaban balas y en lugar de recargar el arma, se limitó a mirar cómo se desangraba el anciano. Se acercó a él, oyó que balbuceaba algo y le picó la curiosidad saber qué decía. Por entre los labios agonizantes y resecos del pobre hombre emanaba sangre y un débil aliento: “Papá, papá…soy Gregorio Matamoros”, consiguió murmurar. El soldado tomó al bebé judío en sus brazos, estaba lleno de sangre, pero sin un rasguño, y vio cómo aquel diminuto ser lo miraba sonriendo con esperanza e inocencia. Algo despertó en su interior, no era piedad, ni lástima, sino un sentimiento de repugnancia por darse cuenta en lo que la guerra lo había convertido. Miró a sus superiores y les indicó con la cabeza que el pequeño no había sobrevivido.
En un pueblo pesquero de España, cuyo nombre no era muy conocido, había un niño de pelo negro y ojos oscuros correteando por el puerto hacia el barco de su padre. Esa noche era su noveno aniversario y su padre le había prometido hacer algo especial. Ambos vivían en la nave, no necesitaban más, y se preparaban para zarpar:
—Gregorio Matamoros, llegas tarde —dijo su padre esperándolo en la cubierta del barco.
—Lo siento papá, hoy me tocaba ayudar a la profesora a ordenar la clase al terminar el día —le mintió, no podía contarle que se había dado un capricho el día de su cumpleaños y había acompañado al chico que le gustaba a su casa con una excusa que ya no recordaba. No tenía muy claro qué sentía por él, pero no podía quitárselo de la cabeza, y eso a veces le preocupaba.
—No pasa nada —le acarició el pelo—, suelta amarras y toma el timón rumbo norte. Hoy voy a enseñarte algunas de las constelaciones más importantes, tal y como te prometí.
—¿En alguna de ellas está mamá? —preguntó el pequeño con ilusión.
—Sí, te mostraré la estrella desde donde tu madre te mira cada noche, hijo, verás que es la más grande y más bonita que hay en el cielo.
—¿Me contarás cómo se la tragó una ballena justo después de nacer yo?
—Ya te he contado esa historia miles de veces, Gregorio —le sonrió con afecto.
—Ya lo sé, papá, pero me gusta cómo la cuentas. Por favor, papá…
—Está bien, te la contaré otra vez —dijo su padre, un hombre alto y con el pelo tan rubio que la luz del sol brillaba en cada mechón. Era tranquilo y afable, con un acento raro, y no le importaba que la gente observara su extraña cara con descaro, pues tenía media mejilla quemada y una ceja completa le faltaba.
—Papá, ¿Cuándo sea mayor puedo ser cómo tú?
—Puedes ser pescador si es eso lo que deseas, pero no quiero que seas como yo, ¡nunca! –alzó la voz— ¿De acuerdo? —le dijo algo molesto.
El barco zarpó con los dos hombres en su interior, y junto a ellos viajaban sus temores. Cada uno arrastraba un secreto que no podía contar, podrían ser duramente castigados por ello. Pero se tenían el uno al otro, y eso era suficiente para ellos. El mar se encargaría de calmar sus turbulentas almas algún día, o tal vez jamás. La corriente no fluía a su favor.
Débora visitó a menudo Terezín, en busca de su desaparecido marido, pero no lo volvió a ver, ni supo a dónde fue…, tan solo encontró su nombre en una de las tumbas de la entrada, junto a miles de personas más es donde Gregorio descansa...,y como uno más, será anónimamente recordado como el hombre libre que pudo ser.

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