No está aquí


                               
Otra vez la limpieza diaria. Mamá tiene esa manía, lametazo por aquí y lametazo por allá, nos limpia uno a uno, sin descanso a los ocho. Odio que me limpie, no soporte notar que estoy húmedo o empapado.
De noche dormimos todos en una caja de cartón, bien acurrucados y apretados, y de día correteamos y jugamos frente a mamá, que no para de vigilarnos.
A través de la valla podemos ver otros animales, hay de peludos y otros sin pelo. Mamá dice que los peludos son perros, y los que no tienen pelo son personas. No me gustaría ser una persona, todo el día trabajando, ¡qué aburrido! Prefiero ser lo que soy, un gato, no lo cambiaría por nada del mundo, es tan divertido…
Tengo un secreto, y es que puedo entender todo lo que dicen las personas, mamá no me cree, por mucho que insista, dice que eso es imposible, que no pertenecemos a la misma especie, que no usamos el mismo lenguaje. En cambio yo, me quedo expectante escuchándoles, hablan del tiempo, de las enfermedades caninas y de presupuestos, aunque esto último no sé qué es. Hay días en que vienen familias y se llevan a un perro o a un gato con ellos, dicen que los adoptan, esa palabra tampoco sé qué significa pero deduzco que no se los van a comer, ellos no harían tal cosa, ¡qué asco!
Acaba de llegar otra familia, dos adultos, y una niña con la cabeza envuelta en un pañuelo estampado:
—Bienvenidos a la protectora “Crea una gran familia”, ¿en qué puedo ayudarles? —les saluda quién a diario nos da de comer.
—Mire, nuestra hija quiere tener una mascota.
—¿Un perro o un gato?, por desgracia aquí tenemos de todo.
—El problema es que no lo tiene claro, hemos visitado un montón de tiendas de animales donde los observa detenidamente a todos; perros, loros, gatos, tortugas, peces, conejos, cobayas…, y siempre nos da la misma respuesta: “No está aquí”.
—¿Qué no está?, ¿el qué?
—Hace unas semanas mi padre murió —continúa explicando—. Él y mi hija eran uña y carne, no se separaban jamás. Y mi hija está convencida de que se ha reencarnado en algún animal y lo está buscando.
—¡Qué locura! ¡Madre mía!
—Sí, el pediatra nos ha dicho que deberíamos llevarla al psicólogo, que puede deberse todo a que su mente se niega a aceptar la enfermedad, pero antes… —mira a la niña con cariño—, adoptaremos al animal que le guste más. No duerme por las noches, ¿sabe?, esto se está convirtiendo en una obsesión.
—Ya veo…, entonces empecemos por los gatitos, son todos muy monos. Tal vez se enamore de uno de ellos y se le quite esa locura de la cabeza.
—¡Ojalá tenga usted razón! Ya no sabemos a dónde ir…
Se acercan los cuatro a nuestro patio de juegos y me escondo detrás de la caja en la que solemos dormir, y desde allí los espío.
—A ver, Julieta, mira y escoge el que más te guste.
La pequeña observa con detenimiento cada gatito, mira cada uno fijamente a los ojos un buen rato, y al final responde:
—No, no está aquí, tampoco.
—Julieta, mi vida —dice el tercer adulto—. Mira bien, ya no quedan más sitios, ¿estás segura de que no está aquí? Vuelve a mirar, anda.
Entonces la pequeña se percata de mi escondite, me descubre y viene directa hacia mí sin titubear. Se agacha y me mira fijamente a los ojos, y yo, hipnotizado, también la miro. Parecemos un par de bobos. Se levanta y con la cabeza bien alta y orgullosa dice:
—Lo he encontrado, es este, mamá —y corre a darle un abrazo.
Me limpian, me pinchan varis veces, me cortan las uñas y me meten algo por el culo bastante desagradable, ¡qué tortura!
—Bien, ya está listo para la adopción, ya os lo podéis llevar a casa, ¿estás contenta Julieta? Ya tienes un gatito del que cuidar.
—Sí, mucho —dice la niña alegre.
—¿Ya has pensado el nombre que le vas a poner?
—¡Sí! Mamá, ¿puedo llamarle Rufiano, como el abuelo?
—No, mejor que no, cielo —le acaricia la espalda.
La pequeña hace un mohín de desilusión y replica:
—Entonces le llamaré Rufus.
Al oír la palabra “Rufiano” siento que algo despierta en mi interior, es algo raro, todo parece diferente, las caras esta familia toman formas que reconozco y con las que tengo recuerdos, unos recuerdos, hasta entonces, inéditos para mí. Vienen a mi mente sus nombres y apellidos, y me asusto. Miro a mi alrededor, aterrado, y recuerdo mi lecho de muerte, cuando era otro adulto más. Julieta tiene razón, soy Rufiano, concretamente Rufiano González de la Torre y nací en 1925, soy viudo desde hace dos años,… pobre Julia, mi amada mujer, vuelvo a echarla de menos. Lo más frustrante es que no puedo decírselo a nadie, además, ¿quién me creería?
Una vez en casa, mi nieta preferida se quita el pañuelo, mostrando la ausencia de pelo, y se acurruca a mi lado en la cama para dormir juntos, pero antes de cerrar los ojos me dice:
—Abuelo, a ti que no te gustaban nada los gatos, y ahora… —se ríe muy flojito y me acaricia una oreja—. Tranquilo, no le voy a contar a nadie tu secreto. Por cierto, tengo una sorpresa para ti, he encontrado a la abuela Julia, es una serpiente, que gracioso, ella que siempre las había detestado…, pobre mamá cuando le toque a ella, no soporta a los mosquitos, y  papá a los periquitos —se reía a carcajadas, y de repente su rostro se ensombreció—. En cambio, yo adoro todos los animales de la tierra, pero no soporto a las personas que los maltratan…, entonces, cuando me muera, ¿yo qué voy a ser? ¿Una maltratadora?—me mira con ojos inundados en lágrimas.
Abro la boca para ofrecerle una de mis frases tranquilizadoras, pero de entre mis pequeños colmillos solamente sale:
—¡Miaaaaaaaaauuuuuuuu!


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