Un alce blanco
¡Maldita sea!
¡Maldita leyenda! La de un gigantesco alce blanco con sangre y cascabeles en
los cuernos que se aparecía en sueños a las personas que iban a morir en breve,
eso contaban algunos viejos en el pueblo. Al tercer sueño con aquel animal
fantasmagórico la persona en cuestión moría al día siguiente. Siempre era una
muerte accidental, nunca por enfermedad ni asesinato. Me tuvo obsesionado durante meses, pues ya
había soñado con él dos veces, y esperaba temblando a que llegara la tercera y
última. Me pasé decenas de noches en vela hasta que empecé a tomar pastillas
para dormir, eran lo suficientemente fuertes como para no dejarme soñar. No
había nada que pudiera quitarme mi obsesión con la muerte, hasta que llegó ella.
Recuerdo
perfectamente el día en que la conocí. Volvía de madrugada, en mi humilde barco
pesquero azul, a Henningsvaer, el pequeño pueblo pesquero situado al sur de las
Islas Lofoten de Noruega, no es ni por asomo el pueblo que me vio nacer ni
tampoco el que me vio crecer, sin embargo, este es y será mi hogar como ningún
otro sitio podrá serlo jamás.
Ella
disparaba, con su cámara réflex, al despertar del alba que florecía entre las
coloridas casas de mis vecinos, no recuerdo qué día era, pero sí recuerdo que
alzó la cabeza para mirarme fijamente mientras intentábamos amarrar el barco,
muy cerca de ella, entonces dirigió su objetivo a nosotros inmortalizando
nuestra rutinaria faena de descarga del bacalao que habíamos capturado unas
horas antes con el palangre.
Tras
verla varios días esperándonos en el mismo lugar, y viendo que nuestras miradas
no se podían desligar, me atreví a invitarla a tomar algo…, y recuerdo perfectamente su respuesta: “Cada día tienes
el coraje de salir y cumplir un duro trabajo que yo sería incapaz de hacer y,
sin embargo, has tardado cuatro días en proponerme una cita, nunca creí que los
pescadores fuerais así de tímidos”, y ahí pude descubrir por primera vez su
deslumbrante sonrisa, era lo único que me faltaba para atraparme por completo
en su red. Ella fue quien me saco de la profundidad de mi océano, aunque mi
cuerpo estuviera envuelto a diario por majestuosas y blancas montañas cuya
brillante nieve resplandecía hasta en el más pequeño rincón del puerto, una
absoluta oscuridad se adueñaba como una tempestad de mi mente, y solo ella fue
capaz de eliminar mi obsesión por la muerte. Quién iba a decir que a mis
cuarenta y cinco años iba a conocer a la
mujer de mi vida, cuando mi corazón había dejado ya de latir al no albergar
ninguna esperanza para el amor.
Le
presenté a mi familia antes de Navidad, solo hacía cuatro meses que nos
conocíamos, pero algo nos decía que aquello era de verdad, y teníamos prisa
para aprovecharlo. Pronto se encariñó de mi hermana Sigrid, de su marido y de
mi sobrino Olsen, un hijo para mí. Un niño de ocho años que en lugar de querer
ser como su padre, siempre decía que quería ser como su tío, pescador. Tanto
insistía en ello que le prometí llevármelo a pescar el día de su cumpleaños. No
sabría decir si fue una época de felicidad, pues según las descripciones de la
gente se parecía bastante a mi estado de ánimo, navegaba por un río de ilusión
y optimismo que no parecía desembocar nunca. Un estado aletargado de alegría
sin fin en el que no tenían cabida los temores.
Mi
prometida también nos acompañó a celebrar el noveno aniversario de mi sobrino en
alta mar. Ni rastro de mi obsesión por
la muerte, ni por los sueños, ni por el maldito alce blanco. Las pastillas
formaban parte del pasado, y ya no despertaba por las noches con las sábanas
empapadas en sudor. Ahora tenía a un ángel que me guardaba, así es como la veía
yo.
Olsen
no tardó en aclimatarse al ambiente del barco, y no dudó en echar una mano a
los hombretones con más años de experiencia a sus espaldas. Mi sobrino estaba
en su mundo, es lo que siempre había soñado. Dejé a mi familia y futura mujer
en cubierta para entrar a la cabina del barco y redirigir el rumbo hacia el norte,
donde las aguas eran más tranquilas, cuando mi hermana me sorprendió observando
fijamente a mi alma gemela:
—Eres
feliz, por fin, hermanito.
—Eso
creo —le dije con un sonrisa de bobo pincelada en mi rostro.
—Estoy
muy contenta por ti, te lo mereces. Y se nota que ella te ama también, siempre
está pendiente de ti. He estado pensando en el regalo de vuestra boda…
—Y
yo en el regalo de Olsen —me apresuré, me ponía nervioso pensar en ese día,
parecía más bien una quimera— Había pensado en comprarle un trineo nuevo.
—Ya
le compraste uno el año pasado, y está nuevo.
—Sí,
pero seguro que ya se le ha quedado pequeño. Además he visto uno con unos renos
dibujados alrededor que le va a encantar.
—Como
quieras… —sonrió, sabía que iba a comprarlo igualmente—, por cierto, ahora que
hablas de renos, he pensado en regalarle el peluche de un alce blanco a mi
hijo.
—¿Un
alce blanco? —le respondí inmediatamente, esa imagen me traía malos recuerdos y
un escalofrío me subió por el espinazo— ¿Por qué un alce blanco en concreto?
—Porque
me ha dicho Olsen que lleva varias noches soñando con uno, y entiendo que tal
vez es algo que desea sin saberlo.
No
podía articular palabra, una fuerza superior a mí me bloqueó el cuerpo y las
mandíbulas se tensaron hasta que crujieron los dientes, y pensé en voz alta:
—Otra vez la
leyenda no.
—¿Qué leyenda?
¿La que te tuvo obsesionado tanto tiempo? Nunca me contaste nada sobre eso ¿Qué
tiene que ver todo eso ahora?
—¿Cuántas
veces ha soñado con el maldito alce blanco, Sigrid? —le dije muy enfadado,
tanto que golpeé el timón con tal fuerza que el barco viró bruscamente
inclinándose muy fuerte de estribor al coincidir con una ola especialmente
arisca.
Fuera
de la cabina pude oír a mi amada soltar un grito estremecedor, de tremenda
agonía. Antes de poder asomarme fuera de la cabina mi hermana contestó:
—Tres.
Más
de sesenta años han pasado ya desde que Olsen cayó al mar. Estuvimos buscándolo
durante horas, hasta que mis brazos no respondieron a mis órdenes de seguir
buceando en las profundidades oscuras del océano. Jamás encontramos su frágil
cuerpo.
¡Maldita
leyenda! Soy demasiado cobarde para tirarme al mar y hundirme entre sus gélidas
aguas y dejar de sufrir. Demasiado cobarde para formar parte de la vida de
Sigrid. Demasiado cobarde como para darle a una mujer el amor que ya no tengo
en mi poder.
Sigo
esperando, en mi barco, con el rostro aún desencajado, con un cuerpo al que no
reconozco, totalmente solo. Es lo que merezco. Y sigo buscando entre las olas,
y sigo esperando a que venga a mí el alce blanco con el tercer sueño de la
maldita leyenda, pero mi mente está vacía, ya no puedo soñar nada. Este es mi
castigo.
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