¿Por qué yo?



                El sofá apenas amortigua el peso del aguacero, y el frío se extiende hasta el tuétano de unos huesos que se me derriten por momentos. Solo meses. Meses era lo que tardarían en ser polvo, nada más.
                Con la temida noticia nadie en aquella sala se atreve a articular palabra alguna, esperando a que el mismo silencio que nos rodea quiebre su propia molestia, y el eco del segundero del reloj me mate a cada movimiento, recordándome que la cuenta atrás ha empezado.
                Siempre había pensado que si algún día me pasaba a mí, tendría claro que haría una lista con todos mis últimos propósitos como: viajar, hacer algún deporte de aventura, tener una aventura con esa chica que me gusta del gimnasio, decirle más a menudo a Sara, mi mujer, que la quiero, pasar más tiempo con mis hijos, salir con mis amigos, cenar con la familia los fines de semana… , una imagen idealizada de lo que es vivir, pero no es así, en lugar de eso mi mente bloqueada lucha contra la pregunta que rebota entre las paredes de mi desgastado cerebro: “¿Por qué yo?, ¿por qué yo?, ¿por qué yo?...”. Pero por mucho que lo intente no voy a hallar una respuesta que calme mi agonía. 
                Dos días más tarde dejo el trabajo. No doy explicación alguna, no me apetece que nadie sienta lástima por mí. Y así, inconscientemente, empiezo a marcarme una rutina diaria, una pauta que, sin saberlo yo mismo, deseo. Sin que Sara se dé cuenta, la sigo y observo su faena diaria. Me convierto de la noche a la mañana en un fantasma con el que me deslizo sigilosamente por la casa a escondidas, memorizando todo aquello que Sara toca, mueve o limpia. No como, en lugar de eso cuento las cucharadas de sopa que mis hijos toman o las veces que mastican el filete con patatas. Estudio sus caras para, al día siguiente, buscar las pequeñas diferencias que se aprecian en su camino a la adolescencia, día tras día sus caras se ensanchan, nuevos pelos aparen, pequeñas pecas surgen en unas pieles que pierden la tersura a medida que sus cuerpos evolucionan.
                No duermo por las noches, en lugar de eso prefiero pasarme las horas mirando a Sara como duerme, entre sus respiraciones largas y profundas le susurro al oído que es la mujer más maravillosa que podía haber conocido, que la quiero con locura y que es la más hermosa de todas las mujeres del mundo, cosas que si se las hubiera dicho despierta no me habría tomado en serio y se habría limitado a reírse de mí.
                 Y otra vez es de día, y le hago el amor a Sara, y las semanas se suceden sin detenerse a darme un suspiro. Estoy cansado, sin embargo, me niego a acudir al médico, Sara no debe saber nada, y los niños tampoco. No soportaría que me miraran con lastima. No, ellos no.
                Llevo días sin salir de casa, no obstante, he hecho más cosas que sumando todos los años de mi vida. Escucho las conversiones telefónicas; como la de mi hija con su novio, tienen problemas, él quiere forzarla a tener sexo y ella aún no se siente preparada para ello, solo tiene catorce años, discuten y ella llora. Sus amigas ya no son vírgenes, y ella se siente una extraña al no querer hacer el paso. Es culpa mía, por no explicarle que su dignidad es lo primero de todo.  Mi hijo está preocupado por acabar el bachillerato, no tiene claro qué estudiar y se siente un fracasado aun cuando siempre ha sacado excelentes. Es demasiado exigente, es culpa mía, siempre he deseado un buen futuro para él y lo he presionado a conseguirlo. Y Sara cree que le soy infiel porque, según ella, últimamente he estado más ausente de lo normal, y piensa que la busco en la cama solo para que no sospeche mis relaciones extramatrimoniales. Es culpa mía, por aquel desliz que tuve hace cinco años.
                No quiero irme dejando un mundo derritiéndose a mi alrededor.
                Entro en la habitación de mi hija, Julia, sin avisar, y ella rápidamente cuelga el teléfono y disimula. Me siento a su lado y le entrego una muñeca de trapo que le regalamos cuando era pequeña, a la que adoraba y teníamos guardada en el desván. Y le cuento que ella es como el interior de aquella muñeca, hecha de un material resistente siempre y cuando no permita que nadie lo desgarre: “Que nadie nunca te obligue a hacer nada, y si alguien se enfada contigo por no cumplir sus órdenes, es que no te ama de verdad. Debes ser suficientemente fuerte y lista como para evitar que tu muñeca se rompa, ¿de acuerdo? Hay un tiempo para todo, no tengas prisa, mi amor”. Julia asiente con la cabeza mientras su barbilla tiembla y aprieta los labios para no llorar, está sensible, y la dejo sola para que pueda meditar.
                En el despacho sigue encerrado Adrián, mi hijo, estudiando como siempre, sin vida social. Dejando escapar por entre las teclas del ordenador su juventud. Cuando se dé cuenta será demasiado viejo como para echar la mirada atrás con orgullo. Le pregunto cuáles son sus sueños, y me contesta que tener un buen trabajo para no tener que privarse de nada. Una frase que le he repetido toda su vida hasta la saciedad. Le entrego un sobre en el que contiene un cheque y una nota que lee en voz alta: “El sueño de tu padre es que uses este dinero para que te tomes un año libre de estudios y lo dediques exclusivamente a viajar allí donde más te apetezca, con todo pagado. Disfruta de la vida que no has tenido hasta ahora”. Se retuerce en el asiento sin comprender, y le hago prometer que al terminar el bachillerato lo deje todo para vivir un año sabático, a su manera, sin mis órdenes detrás de él. No comprende mi brusco cambio, pero asiente y sonríe, para seguidamente abrazarme fuerte, como no recordaba que hacía desde que era un niño, y lo remata con un “Gracias, papá, no sabes cuánto lo necesito…”.
                Ahora queda lo más difícil, Sara. El amor de mi vida, y que desconoce por completo que lo es. La encuentro en el baño, se acaba de duchar, y me quedo de pie mirando como las gotas de agua resbalan por su delicada piel. No tiene el cuerpo esbelto, pero a mis ojos, y ahora más que nunca, sigue siendo atractiva. La envuelvo en el albornoz y me la llevo en brazos a la cama, tímidamente se deja, no se atreve a preguntar nada. La siento en mi regazo y de entre mi camisa saco un libro con un título: “Mis poemas más íntimos,  de Sara Fuentes”. Me mira sorprendida con unos ojos verdes que recuperan el brillo antaño perdido y sin romperle la mirada le digo:
                —He editado todas tus viejas notas llenas de poemas. A los de la editorial les ha encantado y quieren que les mandes más. Este será el primero de muchos otros que vas a escribir. Me he permitido el lujo de ilustrar algunos de ellos, espero que no té importe, pero me inspiraron tanto que no puede evitarlo.
                —Ya me había olvidado de ellos… —dijo tapándose la cara con ambas manos.
                —Lo sé, y este libro es para que no los vuelvas a olvidar, como tampoco debes olvidar plasmar tu talento en estas hojas —le doy unos cuadernos en blanco—.
                —Los próximos…—sonríe con picardía—, te los dedicaré a ti.
                —Ya me has dedicado toda tu vida, no la malgastes más por mi…
                —No he malgastado ni un minuto contigo, porque desde el primer momento me robaste el corazón….
                —…y siento mucho —la interrumpo— si alguna vez te has podido arrepentir de ello —digo avergonzado.
                —No me has dejado acabar la frase…, —me rodea con sus brazos—, y volvería a dejar que me robaras el corazón otra vez—Su rostro cambia, y se torna muy serio—. Y ya que es momento de sincerarnos, tengo que confesarte algo que tal vez no te guste oír —hace una pausa que me incomoda—. La noticia que te dio el doctor hace unos meses no es cierta. No tienes ninguna enfermedad grave. Todo fue una farsa, pero lo hicimos por ti, para recuperarte. Respirabas y andabas, pero llevabas mucho tiempo lejos de nosotros. Los niños están fuera de todo esto, no saben nada. Sabemos que debemos irnos de este mundo algún día, pero a ti aún te queda mucho por delante. Ahora que sabes la verdad estás en tu derecho de enfadarte, lo entenderé… —dijo mirándome de reojo con temor a algún tipo de berrinche.
                —Solo puedo agradecerte lo que hiciste una vez cuando nos conocimos, y que ahora lo hayas vuelto a hacer….
                —¿Y qué es?
                —Enseñarme a vivir…


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